Como muñecas rusas mi barrio se iba desdoblando, pero en más de una dimensión. Cuando tenía como tres años lo veía como cajas naranjas gigantes de donde salían gente que no había visto jamás.
Las caras de los niños me llamaban más la atención y de a poco empezamos a jugar. Llegamos a ser veinte entre chicos y chicas. Nos juntábamos en una de las esquinas de las cuatro que formaban como un circulo en el centro del barrio.
Un día decidimos ponernos un nombre y nos empezamos a llamar los vampiros. Si había algo que nos caracterizaba es el instinto, creo que de sobrevivencia y el miedo a que no nos prestaran atención. Éramos una rara combinación entre la oscuridad, los rumores al estilo de tragedia griega y las luces de los espectáculos. Cada chisme se decía en el lugar y momento indicado, entre instinto y esa luz que ciega como eclipse en el choque de lo consciente e inconsciente. Nuestra manera de llamar la atención era el baile. Mucho de nosotros habíamos aprendido a bailar muy bien, en la calle, como una manera de no morir al no ser vistos por nadie.
En las otras tres esquinas se fueron reuniendo otros tres grupos. Los hippies se mostraban sensibles, eran poetas, artistas plásticos o músicos y siempre estaban buscando la forma para conectarse a algo superior. Usaban todo tipo de estrategias para lograrlo. Una de ellas por supuesto era la droga y el alcohol. También dibujaban mandalas y las mujeres se tomaban de las manos en circulo. Se abrazaban todo el tiempo, parecían no estar en el barrio, aunque si por algo se notaban era por ese aire a mafia de familia italiana. Creían ser un poco revolucionarios, pero defendían los valores de siempre. Su necesidad de refugio afectivos, hacía que necesitaran que las cosas no cambiaran.
Los formales cumplían todas las normas que habían aprendido. Ellos necesitaban seguridad material y sabían muy bien moverse en el mundo social. Solo que de alguna manera controlaban tanto sus emociones, que estas de manifestaban como actos fallidos. Su esquina era muy simpática, pero solo decían entre ellos y con otros, lo que debían decir. Esto llenaba todo de secretos y de un extrañamiento ante los propios sentimientos, que eran monstruos capaces de derrumbar toda su ansiada seguridad material. Terminaban siendo los que más incumplían las normas, lo que hacía que se reprimieran más y se forzara más la actuación de una vida perfecta.
Los que completaban este coctel, eran los sensatos. Los sensatos tenían un defecto, al entender la relatividad de todo, al saber la importancia de no juzgar, dudaban de todo y les costaba tomar decisiones. Su miedo era equivocarse, por eso daban la vuelta a todo mil veces, convirtiendo en palabras aquello que solo se puede vivir. Eran unos formuladores de ideas como partos de Sócrates. Nos envidiaban a los vampiros, ya que nosotros teníamos una suerte de intuición, disfrazada de instinto, que nos hacía decidir, de la mejor manera. Nosotros entendíamos de forma intuitiva que lastimar a otras personas era necesario. Porque, aunque parezca la verdad más triste del mundo, solo el dolor hace que una persona empiece a cuestionarse su vida, y así encontrar su camino.
Los sensatos lo entendían, pero su miedo a tomar malas decisiones, hacía que nunca actuaran, por eso era una esquina aburrida que nadie miraba. Y como una suerte de castigo por ser diferentes, solo se podían entender entre ellos. Eso hizo que se cuestionaran tanto la pertenecía a un grupo u a otro, que empezaron a ver esa pertenencia como una etapa de la vida, como una necesidad de sometimiento a una identidad mayor a la propia identidad, para dar una suerte de valor, para defender nuestra propia identidad, que de seguro no debería tener nada que ver con la del grupo. ¿Cómo defender una identidad insignificante frente a la del grupo? Con las emociones de los hippies que hacen temblar la seguridad de los formales, con la simpatía falsa de los formales que hace enfurecer a los sensatos, con la falta de acción y demasiada templanza de los sensatos que hace sentir no valorados a los vampiros, con los chismes de los vampiros que desmienten la perfección de los formales y con el engranaje de derrumbes, como en esta historia, que nos hacen perder nuestro lugar de pertenencia.
Claudia y Claudio eran una pareja de formales, pero Claudio seducía sutilmente a Mariana de los sensatos y aunque ninguno se confesaba sus sentimientos, fue Beatriz de los vampiro que inició el incendio de chismes. El barrio empezó a creer que eran amantes, aunque no lo eran. Claudia poseída por sus emociones, empezó a hacer la guerra a los sensatos riéndose de su falta de adaptación al barrio, y haciéndolos sentir cada vez más solos. Los hippies conmocionados apoyaron a los formales, no podía ser que alguien fuera tan injusto y capaz de lastimar a un ser querido. Y los vampiros claramente siempre ponían su dosis diaria de veneno, tenían que lograr ser el centro de atención y/o proyectar su dolor externamente.
Todo esto terminó con la expulsión de Claudio y Mariana. El desarraigo los unió. Fueron enseñándose sobre sus idiosincrasias y cada uno se fue superando a sí mismo de la mano del otro. Empezaron a entender su atracción, como un dictamen del destino. Al perder el miedo a sus emociones, se conectaron con algo superior, en su propio interior. Y entendieron la paradoja humana de las cuatro esquinas. Lo diferente se puede diferenciar solo porque se parece.
Pasaron unas semanas, años luz del corazón. Se animaron a volver a las cuatro esquinas, tomados de las manos, enfrentando a todos desde el medio del circulo.
Su forma de actuar impresionó a los vampiros por su valentía, a los hippies por la conexión emocional, a los sensatos por su discurso coherente y a los formales porque como todos estaban de acuerdo era más seguro aceptar esta compleja realidad que devengaría nuevos derrumbes.
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