…They murmur
because I have not shed their blood, nor led them
To dry into the desert´s dusty by myriads,
Or whiten with their bones the banks of Ganges;
Nor decimated them with savage laws,
Nor sweated them to build up pyramids,
Or Babylonian walls.
Sardanapalus. Act I, Scene II. Lord Byron
Alexandre se aflojó el nudo de la corbata, un medio nudo Windsor perfectamente hecho. Con la garganta seca, miró hacia abajo, hacia la Place Vendôme. Sacó su teléfono móvil del bolsillo interno de su saco Zegna; lo extendió al vacío. Luego de soltarlo, contempló su precipitada aceleración. No pudo escuchar el ruido del aparato estrellándose contra el asfalto. Su respiración entrecortada parecía gélida, como las gotas que surgían de su frente y de su cuello, manchando la inmaculada blancura de su camisa perfumada.
Una de las gotas de su congelado sudor golpeó sus zapatos marrones “¿Desde cuándo es lícito usar zapatos marrones con traje gris? –pensó extrañado-. Deberían haber colgado al que se le ocurrió semejante idea”. Sonrió mientras se tambaleaba por el viento suave de las alturas. Contradicciones. Como que estamos hechos de arcilla y barro. Arrastró sutilmente sus pies al borde, hasta que la punta de su calzado asomó por el saliente del imponente edificio. Contradicción de sentir un poder inmenso, sobrenatural, y un miedo paralizante. Inclinó su cabeza hacia adelante y sintió un mareo inespecífico en su cabeza; tanto que casi de inmediato la volvió hacia atrás tratando, quizás inconscientemente, de balancear el peso para no caer.
El absurdo domina el Cosmos, más real incluso que las posesiones, más que la sensualidad a la que se había entregado todos estos años: “Il n´y a q´un problème philosophique vraiment sériex…”, le había dicho uno de sus tantos instructores. No recordaba quién había sido, ni de quién era la cita, pero por algún motivo esa frase había resurgido en su cerebro como presagio de algún mal. Toda la sangre de su cuerpo se concentró entonces en su cabeza, al punto que sintió que sus ojos se hinchaban.
Miles de empleados a su cargo. Lo que para unos podría llegar a ser el sueño de una vida se había convertido, para él, en condena. Se sentía sitiado en una ciudad legendaria y espléndida, como aquellas de sus clases de Historia. Al igual en esas mismas leyendas, un complot se había formado, reclamando sangre. Todos murmuraban: ser el hijo del máximo accionista resulta un escollo cuando uno es el C.E.O Principal de una de las más grandes corporaciones del planeta.
Ahora nada de esto importaba, o no importaría dentro de pocos minutos. Volvió a mirar hacia abajo. Sintió el mismo poder atractivo del suelo; como si la fuerza más absoluta que sentía era la de arrojarse a la nada, al absurdo. ¿Quién le había dado tal poder? ¿Quién se atribuía la autoría del absurdo? ¿Cómo darle tamaña libertad a un simple pedazo de arcilla? ¿Estaba todo realmente librado a su suerte, al poder irracional e incoherente de su decisión?
¡Qué esfuerzo inútil! Se sintió un titán, encomiado en el vano esfuerzo de arrastrar su roca a lo alto de la montaña, sólo para verla rodar hasta el principio. Una historia de nunca acabar.
¿Es acaso la bondad mala consejera? Eso pensaba Mirra. O por lo menos que parte de la grandeza que se esperaba de su persona, era ser ése que nunca se había sentido capaz de ser: mentir, despedir, comandar, ordenar. Ser el más cruel de los hombres para que el resto sintiera su liderazgo, y a través de él se sintieran protegidos. Contradicciones e incoherencias. Ser despiadado hacía que sus empleados se sintieran contenidos, quizás amados. Muchos de los que habían ostentado su cargo lo habían sido, y eran odiados; él pretendía ser bueno y era aborrecido. Nunca había despedido a nadie; sin embargo, sus dependientes lo tomaban como una debilidad. Eso lo enfureció.
Sintió algo rebelarse dentro suyo, una negación al absurdo, como si a través de esa rebelión pudiera liberarse de sus designios. Escuchó a Mirra, diciéndole que, si no podía ser el que las circunstancias ameritaban, por lo menos debía luchar, no regalar lo que le correspondía. Cómo había llegado ella a esa certeza, lo desconocía. Sus orígenes eran humildes; cuando se conocieron trabajaba en la limpieza de cierto sector de la empresa, como una esclava. Sin embargo, le brindó todo el amor de que era capaz una persona. Incluso la había visto llorar mientras Alexandre le relataba pausadamente su situación, y la necesidad del Consejo Directivo de reducir el personal en un treinta por ciento. Pero no lloraba por los empleados, lloraba por él, porque sabía que no sería capaz de hacer lo que se le ordenaba.
La voz se corrió rápido, y en seguida los empleados empezaron a murmurar, a hablar a sus espaldas. A reírse y a burlarse de su situación. Se sentían inseguros, no por sus puestos de trabajo, sino porque sabían que su máximo jefe era incapaz de cumplir las demandas: lo vieron débil.
Consultó la hora en el Rolex dorado. Casi una hora había pasado, y las calles del centro estarían casi desiertas. Seguramente todos estaban ya en sus casas o camino a ellas, pero lejos ya del centro.
Recordó su pacto con Mirra: nadie habría de llevarse lo que le correspondía, nadie habría de mancillar su nombre. Lo que había ganado sólo a él correspondía: la conquista del absurdo. Su bondad era su reino, y con él se lo llevaría.
Era necesario un acto de rebeldía, de libertad. Estaba en sus manos acabar con el dolor, la miseria, el absurdo. Sin importar que se aniquilara el espíritu; sin apego y sin temor. Miró hacia abajo nuevamente y, en un acto de total desinterés, lleno de paz y de sosiego, sintió que nada le debía al mundo, ni siquiera un sepulcro. Se llenó de su propia libertad, se despidió de Mirra y, saltando, realizó tal vez el primer acto sinceramente libre de toda su vida.
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