Como en un sueño. La echadora de cartas estaba en una esquina de la Glorieta de Embajadores, junto a la gasolinera, al lado de la verja del instituto, amparada por la sombra de los árboles. Anochecía. Una pareja tuvo un desencuentro en mitad de la calle. Discutieron. Él se largó con una sonrisa triste, algo irónica. Ella parecía más contrariada. La pitonisa fue testigo de todo. Y algo le dijo a la chica. Al principio, ella esbozó una mueca que tal vez era de decepción, o de incredulidad, o de impotencia. Cruzó la calle en dirección al metro. Pero un imán invisible le atrajo a la silla plegable y, en un abrir y cerrar de ojos, estaba sentada frente a la echadora de cartas. Vieja. Con gafas. Con sombrero de paja. Yo no podía oír sus palabras, pero escuchaba como gesticulaban sus dedos. La chica, de aspecto hippie, se secaba el sudor o las lágrimas, no lo sé, mientras sacaba una y otra y otra carta. Cada una debía tener, su explicación que se perdía en la noche de Embajadores. Yo, furtivo voyeur, observaba la escena con mis manos tapadas, vacías de cartas.
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