Menem, el señor de boscosas patillas blancas autoproclamado Presidente de Argentina cinco meses antes de las elecciones, deja el pueblo por el camino de tierra en un Falcon bordó después de saludar a esta pujante ciudadanía. La polvareda se asienta, los periodistas regresan con los grabadores y cámaras de TV hasta los autos: podemos ver las carpas de los gitanos al fondo de la calle Alvear. Allí vive Imara, la niña de ojos oliva. Me enamoró ayer al salir de la despensa de doña Tuera. Iba acompañada de dos mujeres: la de inmensas tetas parecía la madre, quien la retó en un extraño idioma y la tironeó del brazo apenas dijo su nombre; igual que tironea ahora mi padre apurando el paso para volver a casa luego de conocer al futuro presidente peronista porque gobernar es decidir en favor de los pobres, y eso es el peronismo, hijo.
El Benja, con el pecho hinchado desde que cumplió los doce, dice que las carpas son fantásticas, el padre lo llevó en las fiestas.
—Vayamos —le digo.
No necesito pedir permiso: mi padre trabaja en la fábrica todo el día, lo vemos por las noche; y mi madre está muy mal, dicen que va a morir. Tiene voz de moribunda y grita de dolor. Quien la visita, llora. Se me ahueca la panza, no puede salir de la cama hace meses. No creo en los médicos ni en la gente, va a curarse y volveremos a tomar helado y a comprar ropa.
Cierro la puerta y corro con el Benja hasta el fondo de la calle Alvear.
En las carpas, los hombres fuman tirados en colchonetas y miran televisión. Una vieja nos agarra, aprieta fuerte nuestras muñecas y nos lleva a otra carpa donde nos invita a comer. Nos negamos, da asco. Unos gitanos tocan la guitarra y cuentan mucha plata arriba de una tabla. Imara llega y saluda, me dice “buen mozo”. Le pregunto si la dejan salir y explica que no, pero, si yo quiero, se escapa. El Benja pregunta cosas a los guitarristas, no le aviso. Salimos corriendo, nadie nos ve.
Imara robó diez australes. Nos alcanza para dos helados y nos gastamos el vuelto en el parque de diversiones. Damos una vuelta al mundo y me asusto, ella ríe como si largara palomas. El diente plateado replance un instante. Compramos dos algodones de azúcar y los comemos sentados en la vereda. Lejos, nuestro barrio, las casas más altas de nuestra calle, las antenas y los cables; contrastan el cielo naranja igual que en el cuadro triste que le encanta a mi madre. Voy a conseguir plata y comprarle ese cuadro, para que sane más rápido.
—¿Qué pensás? —pregunta Imara.
—Nada —digo.
Sus ojos espejan la tarde. Le pregunto si me da un beso. Imara tira el palito del algodón y dice no con la cabeza. Un trozo de la azúcar le asoma en la comisura. Traga, acerco la boca y cierro los ojos. El Benja me enseñó: a veces las chicas dicen no, pero quieren. La cachetada suena fuerte. No sé qué hacer, le digo chau, pero me quedo. La acompaño hasta las carpas, enojado. Ni saluda. El Benja sale por debajo de la lona y nos vamos, tomó mucho vino y camina muy lento.
Con el Benja tenemos algo de tiempo, pero no nos decidimos. Estamos en la vereda de la despensa con los huevos que compré para que mi padre los prepare en la cena. Tiramos una moneda y sale que vayamos, así que caminamos por la Alvear hasta el fondo. Apenas llegamos, Imara, como si nos hubiese visto venir, sale de la carpa, se acerca a mi oído y pide perdón. El Benja entra. Ella me quita el maple y con un ademán, indica elegir uno de los huevos.
—Ese —digo.
—El futuro —dice—, rompelo…
—No, ‘tas loca, mi papá me va a retar…
—Rompelo, dale —dice, y me pone el huevo en una mano, y en la otra el maple. Habla muy cerca y huelo el aliento. De más abajo viene el olor a pis que se mezcla con su perfume. Veo al Benja acostado en cueros en el piso de la carpa, aprende a fumar de manos de un barbudo. Le señalo el reloj y le hago gesto de irnos.
—Rompé que te adivino el futuro —insiste Imara.
—Me voy —le digo—. Me tengo que ir.
—¿Tu mamita te espera? Ella te quiere, pichón, se preocupa por vos. Ese amor es este huevo. Porque tu madre te venera, te ama. Y te lleva con vos a todas partes, a todas partes te lleva y te va a llevar siempre. Rompelo para ver.
Se equivoca la gitanita, mi madre no va a ir a ninguna parte en ese estado.
—Dale, rompé fuerte —dice—, ella te quiere y te va a llevar, rompé.
Rompo el huevo. La viscosidad negra chorrea entre mis dedos. El olor del huevo es tan nauseabundo que Imara corre espantada y entra en la carpa. Me lavo las manos en la canilla de enfrente mientras le grito al Benja para irnos.
Corremos. Siento el miedo en el pecho, disimulo. No voy a olvidar nunca estas palmeras de la calle Alvear en este ocaso, bamboleantes. Un bamboleo de adiós. Mi amigo dobla en la esquina sin dejar de correr y entra en su casa por el patio. El pecho me da pequeñas puntadas, duele.
Cuando llego a casa, la ambulancia, con las luces apagadas, arranca despacio hacia el centro. Algunos vecinos murmuran de brazos cruzados en la vereda de enfrente y se dispersan. Corro adentro. Mi padre, sentado en el sillón del living, llora. Mis manos huelen horribles y no puedo respirar.
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