Juana no era una mujer normal. Tenía más de cincuenta años y una misión en este mundo: acabar con las injusticias, ayudar a la gente a despertar; hacerlo más bello.

Cogió el autobús a su hora y, como siempre, trataba de crear conciencia. Los pasajeros habituales ya sabían lo que había, y que lo único que tenían que hacer era ignorarla para que fuera a darle la vara a otra persona, que con suerte también sabría ignorarla y así pronto se cansaría.

Pero ese día dos jóvenes estudiantes se subieron al autobús en el que Juana montaba. Y la chica entró al trapo cuando Juana, sentada en el asiento más cercano a la puerta trasera del autobús, le llamó “fascista”, por motivos que sólo ella sabía, que sólo existían en su cabeza.

Entraron en una discusión y Juana esta vez le llamó “facha”, a lo que la joven la escupió directamente a la cara, para después agarrar del brazo a su compañero y salir por la puerta.

Los otros pasajeros debieron optar entre reír o callar.

“Va jaja, qué guapo, ahora lo paso por el grupo” contestó por WhatsApp un joven tras ver los treinta segundos de vídeo.

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