En casa de las Sritas. Limón y Lascurain, ahora mi casa y de todos ustedes, aquella historia era recordada con cierta frecuencia y gran jocosidad durante las charlas de sobremesa. Es por ello que la conozco ya que cuando ocurrió, yo aún no era ni siquiera proyecto para arribar al Planeta Tierra. Resulta que un primo segundo, o tercero de mi mamá, Manuel Buen-Abad, recibió un tremendo susto, al escuchar a mi tía Esther Buen-Abad, a quien como ella misma decía yo solo vi en algunas pocas ocasiones y todas ellas eran funerales de la familia. El por aquél entonces, joven, guapo y muy próspero empresario tenía poco tiempo de haberse casado y mudado a un hermoso y caro fraccionamiento, casi campestre, del Estado de México en donde podía salir a montar a caballo (silla inglesa, naturalmente) por los alrededores de su residencia. Pero resulta que una buena tarde su paseo vespertino fue interrumpido bruscamente cuando alguien le avisó que su mamá llamaba por teléfono a su casa, que estaba muy alterada y que gritoneaba una historia, muy rara y poco comprensible, de que un elefante arrancaba, rabioso, la herrería de las ventanas de su casa en la para él lejana colonia Santa María la Ribera de la Ciudad de México. ¡Chíspas! ¡A mi mamá ya se le botó la canica! Exclamó al tiempo que dio un leve fuetazo a su hermoso pura sangre para llegar pronto a tomar el teléfono. Ni siquiera le dio tiempo de preguntar: Mamá ¿Qué te sucede? cuando los histéricos gritos de la anciana, que dicho sea de paso, nunca se había caracterizado por ser precisamente una persona de carácter suave ni transigente, anunciaban con indescriptible desesperación y pánico que un enorme elefante estaba queriendo arrancar los barrotes de las ventanas de su sala y que ya había intentado derribar, con descontrolada furia, el portón. Para qué les cuento, mis muy apreciados cuatro lectores y medio, que fue inútil para aquél hombre intentar tranquilizar a su madre, la histeria iba in crescendo. Como pudo, se zafó rápidamente las elegantes y bien lustradas botas de montar negras, y se calzó uno mocasines cafés sin cambiarse el pantalón ni saco de monta, trepó a su lujoso Volvo 1958 descapotable y partió rumbo a la casa de su madre suponiendo, durante todo el trayecto, que quizá se vería obligado a internarla en un hospital psiquiático.
Temor que por pura chiripa no lo hizo chocar dos veces, la primera contra un viejo camión cargado de materiales para la construcción, y la segunda, contra un poste en una glorieta. Su sorpresa fue mayúscula cuando al arribar a la que hasta hacía muy poco tiempo había sido su casa, se topó con una serie de destrozos en automóviles estacionados, árboles, postes de luz y telefónicos, así como en algunas casetas telefónicas, que por aquél entonces pululaban por doquier.
El colmo fue percatarse de que efectivamente, en casa de su madre el portón estaba muy mal trecho, a punto de caerse y una de las rejas de los balconcitos había sido parcialmente arrancada del concreto. ¡Bien! Pues el caso es que la famosa tía Esther, prima hermana de mi muy querida tía Consuelo, a quien ella no soportaba desde la más tierna infancia con malquerencia ámpliamente correspondida, quizá porque eran, todos los sentidos, el espejo en el que cada cuál se veía, efectivamente no era una persona muy fácil de tratar. Tenía cara y gestos de agruras rancias, mas no le patinaba el coco. En aquel lejano año, el entonces Gobierno del Distrito Federal, encabezado por el famoso y muy controvertido “Regente de Hierro”, Ernesto P. Uruchurtu, había tenido a bien comprar cinco elefantes a un zoológico de Gringolandia States, mismos que la noche anterior habían arribado por ferrocarril a lo que fuera la Estación de Trenes de Buenavista, aledaña a la colonia Santa María la Ribera, junto con un regalito, la famosa elefanta Judy. La más grande de todos, que había sido obsequiada por ese zoológico como “un pilón”. Y que mientras aguardaban en sus jaulas a ser transladados al Zoológico de Chapultepec, aquella noche escaparon los seis paquidermos causando gran barullo y desastres en los alrededores de la estación. Cinco fueron atrapados relativamente pronto, pero Judy continuaba con sus correrías. Finalmente fue capturada y ni tarda ni perezosa volvió a darse a la fuga, esta vez haciendo alarde de toda su furia y poderío destructor. Me pregunto si ese ex prospecto de suegra no habrá sido uno de ellos, tengo mis serias y bien fundamentadas sospechas pues algunas evidencias la incriminan.
Varias decenas de automóviles, casas y el equipamento urbano, pagaron con creces las consecuencias de semejante furia que a mi solo me ha tocado presenciar en la señora madre de una exnovia mía a la cuál aún no me explico qué demonios le vi como para caer en sus amargas mieles. ¡Bueno! ¡Ni hablar del peluquín! Como la feroz correría continuó, y no se veía la forma de pararla, el dichoso “Regente de Hierro” dio la orden de matarla, pero mientras eso se podía realizar, Judy tocó las puertas de mi actual casa dejando también algunos destrozos y una historia para contar a las generaciones venideras. Algunas fotos conservaban las ya finadas Sritas. Limón de aquél curioso acontecimiento, tristemente desconozco en manos de quién fueron a parar.
Por eso, si un buen día de éstos tu mamá te llama por teléfono para decirte que un furioso elefante o que el mismísimo King Kong están queriendo arrancar las herrerías de su casa, o te parece que tu suegra es una potencial amenaza pública, por favor no la tires de a lucas, corre a comprarte un buen rifle de dardos tranquilizadores con mirilla telescópica y lánzate sin duda ni premura en auxilio de tu madre y en el segundo caso pon un océano de por medio de inmediato. Después de todo en este mundo lleno de absurdos, lo absurdo es creer que aquello que nos parece absurdo no es realidad.
FIN.
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