El implacable frío no fue impedimento para que llevara a cabo la ya acostumbrada práctica de caminar en la aurora por las calles de una nueva ciudad. Quienes me conocen saben que caminar no es un ejercicio común en mí. Ese placer lo reservo sólo para los lugares nuevos. Y esa vez, en especial, era la primera vez que visitaba una ciudad extranjera; por lo que no podía, por ninguna razón, dejar de sentir la experiencia de conocer nuevos paisajes, nuevas sensaciones, formas arquitectónicas distintas, costumbres y tradiciones diferentes.

Tan pronto salí del hotel sentí como un aire gélido invadió mi cuerpo. Era un frío seco, punzante. Se impregnaba en la piel como fina loción. Quise, en ese instante, regresar a la comodidad de la gruesa cobija que había dejado tendida en la cama unos minutos antes, pero la costumbre fue más fuerte. Metí mis manos desnudas en los bolsillos de mi pantalón y empecé a marchar. Fue una marcha lenta, analítica, apreciada a plenitud. Lo primero que llamó mi atención fue la increíble cantidad de librerías que había alrededor del hotel. La mente, que es perversa por naturaleza, asentó en mi conciencia de forma satírica, la razón del tercermundismo latinoamericano.

Bajé por el callejón de libreros hasta la Gran Vía. La amplia calle estaba desértica, todo el bullicio y la multitud de vehículos y de gente que la noche anterior había visto, se había esfumado. Ahora solo estaba la calle, vasta y lóbrega. Caminé como contando los pasos, caminé como quien no quiere llegar a ninguna parte y de hecho, no sabía a donde ir, no tenía ruta trazada, ni quería conocer algo en específico; simplemente quería caminar. Todo lo que iba a ver era nuevo, por lo que no importaba si iba hacia el norte o hacia el sur.

Cuando la ciudad duerme la naturaleza se encumbra. Las hojas secas de los plátanos y las piñas de los pinos cubren el suelo como intentando esconder las obras del hombre. Cuando la ciudad duerme el viento es libre, recorre las calles sin barreras ni lamentos, sin reproches.

Ya había recorrido más de diez calles cuando escuché una melodía conocida. Intrigado, me dirigí hasta el lugar de donde provenía. Conforme me acercaba era más clara la melodía y más intrigante el hecho de escucharla en un lugar tan alejado de su origen. El sonido me llevó hasta el único local que estaba abierto a las 5:00 a.m. en el centro de Madrid. En él se hallaba, detrás de unas grandes vitrinas surtidas de pan pizza, preparando un café, un hombre flaco de tez morena y ojos grandes que tarareaba una champeta cartagenera.

—Hermanito, dame un tinto, por favor— le dije.

El hombre volteó de inmediato y con una amplia sonrisa me contestó:

—¡Con mucho gusto, paisano!

Además del hombre flaco había en el local, sentada en una banca alta de madera, una mujer de tez morena, de porte elegante y blanca sonrisa. Estaba cubierta con una gabardina negra y sobre su cabeza llevaba un turbante multicolor. La saludé con amabilidad. Ella contestó con una sonrisa. Después de recibir el humeante café, agradecí el servicio, me despedí y salí del local para retomar la caminata. La calle permanecía sola. A lo lejos solo se vislumbraba un vehículo de aseo que a fuerza de un chorro de agua limpiaba las calles.

Solo había recorrido unas tres avenidas cuando sentí a mis espaldas la presencia de otra persona. Volteé y pude notar que se trataba de la mujer que unos minutos antes había saludado.

—Hola, espérame — me dijo en un acento que no reconocía.

Extrañado, aminoré el paso hasta que ella me alcanzó. Su blanca sonrisa, que contrastaba con el color de su piel, iluminó la Gran Vía. Sus ojos negros me auscultaron de pies a cabeza. Yo, sólo observaba su colorido turbante.

—¿Tienes frío, cierto? — preguntó mirando mis manos en los bolsillos de mi pantalón.

—Sí, bastante — le contesté, mientras sacaba las manos para luego frotarlas con fuerza.

Ella, tomó mis manos sin previo aviso y las frotó con delicadeza. En ese instante quedé desconcertado. No sabía cómo actuar, ni qué decir. Por cuenta de la inseguridad de mi país había ganado una inusitada desconfianza para relacionarme con extraños, por lo que la situación se tornó un tanto incómoda. El desconcierto aumento aún más cuando me habló.

—Vamos a echarnos un polvo — dijo, mientras frotaba mis dedos.

—¿Un polvo? Pregunté sin salir del asombro.

—Sí, vamos a calentarnos un poco — dijo mirándome fijamente.

Supuse en ese instante que se trataba de una prostituta. Pero me turbaba su distinguida apariencia.

—¡Carajo! —pensé— hasta las putas son más finas en este lado del mundo.

La mujer, que esperaba una respuesta, oprimió con sutileza mi mano, mientras hacía con la cabeza un gesto de invitación.

—Vamos, aquí cerca hay una estancia buena y económica.

Confieso que tuve la tentación de aceptar la invitación. Más aún, cuando la calidez de sus manos estremecían las mías. Un demonio interno proyectaba en mi mente imágenes lujuriosas. Pero la desconfianza, esa que se gana en una sociedad en decadencia en la que un simple polvo te puede costar la vida, impidió que aceptara la inesperada provocación.

—No— le respondí tajantemente.

—¿Por qué no? —inquirió haciendo un gesto de tristeza— ¿no te parezco agradable?

—Claro que sí; pero he venido con mi esposa y no me parece apropiado —respondí justificando con una mentira mi decisión.

La mujer me acompañó tres cuadras más. En ese trayecto me contó un tramo de su trágica historia como inmigrante africana, después me pidió un euro para tomar un café. Saqué cinco euros de mi bolsillo y se los entregué. Los recibió y se alejó. Lo último que vi fue su turbante doblando rumbo a la Gran Vía.

Seguí mi caminata matinal por más de treinta calles, con la soledad y el frío como únicos acompañantes, y el recuerdo de las manos tibias de la distinguida mujer.

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