Al salir de la escuelita donde curso tercero de primaria, de regreso a casa, siempre camino deprisa, ya que mamá, que me recogía hasta hace un año, un día dijo:
—Ya eres grande. Tienes que venir solo a casa.
Desde aquel día, cuando toca el timbre de salida, me pongo mi mochila. Una de esas mochilas que mi mamá hizo de retazos de tela de jean de un pantalón viejo de papá. En la mano izquierda siempre llevo mi lonchera.
Al cruzar la calle, me encontré con Carlitos, que me esperaba para jugar con la pelota nueva que su padre le había comprado por su cumpleaños, solo le dije: «Espérame un ratito».
Debía entrar a casa cambiarme y almorzar, antes de salir a jugar. ¡Claro! si mamá me daba permiso. Siempre ponía excusas y me lanzaba una de sus típicas respuestas absurdas: «Dile a tu papá».
Cuando le preguntaba a papá decía lo mismo: «Dile a tu mamá».
Aquel día, de regreso a casa, todo me pesaba. La lonchera no la terminé, porque al comer el segundo bocado noté algo raro en mi estómago, que empezó a rugir. Decidí no seguir comiendo. Siempre tuve miedo que me dieran ganas de ir al baño a hacer del dos, por vergüenza, o por falta de papel higiénico.
Solo quería llegar a casa, Sentí una gota fría que resbalaba por mi frente, mis manos sudaban frío. Me sentía raro. Al llegar a la esquina de mi casa, por una ventanita pequeña escuché una voz era Liz.
—Daniel —dijo— tengo una pregunta muy importante que hacerte.
No me gustaba mucho hablar con Liz, porque cuando empieza pueden pasar horas ya que no se cansa de hablar; así que, sin responderle, le sonreí y salí corriendo arrastrando la lonchera.
—¡Daniel —gritó— eres un malcriado, no puedes dejar a una persona con la palabra en la boca, le contaré a tu padre!
Hice que no la oía, pero me preocupé. Cada vez que Liz se quejaba con papá por mi mal comportamiento, él me regañaba y me decía que a las niñas se las trata con respeto y luego me castigaba sin poder salir a la calle a jugar.
Solo faltaban unos pasos. Entré a las rejas de la casa, lancé la mochila, y solté la lonchera. Conseguí llegar a la puerta, pero estaba cerrada. ¡No puede ser!, ya no aguanto, llamé sin cesar y grité casi perdiendo el aliento.
—¡¡Mamaaaaaaaaaaaaá abre la puertaaaaaaaaaaaaaaa!!
Nada nadie me abrió, pero sentí los pasos de mamá. Me asomé para mirar por el agujero de la puerta y era ella.
—¡¡Maamaaaaá apúrateeeee por favor!!
Al terminar la frase sentí algo mojado entre los pantalones.
No puede ser… ¡Me cagué!
A los pocos segundos, mi madre abrió la puerta y, al ver mi cara me preguntó qué ocurría. Yo, sin poder contenerme, me puse a llorar y entré corriendo con una mano entre las piernas, directo al baño.
Sospechando lo que me había pasado, me encerré para que así mamá no viera mi desastre. Bajé mi pantalón y el olor era nauseabundo. Realmente espeluznante.
Me senté en el inodoro, que estaba con la tapa cerrada y embarré de heces el cobertor que mi madre, con tanto esfuerzo había tejido a mano. Fue desastroso. Me puse a llorar de la desesperación, mientras mamá llamaba a la puerta. Al ver que no abría, decidió entrar con una de sus llaves maestras. Agaché la cabeza y me sonrojé. Alcé la mirada y la vi conteniendo una carcajada. Ella, gentil como siempre, limpió mi desastre y me obligó a tomar un baño.
Papá llegó del trabajo al anochecer. Antes de tomar el lonche, escuché cómo mamá le contaba a papá lo sucedido y él, sin reparos, soltó una carcajada, mientras mi madre le decía:
—No te rías. Fue un accidente terrible. El pobre está avergonzado.
Mi padre aún reía cuando nos sentamos a cenar y no podía dejar de hacerlo. Al verlo, me contagió su risa.
Aunque fue un anécdota terrible, hoy les puedo decir que ya lo superé.
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