Hallábase insondable releyendo Anatomía de un desencuentro en el salón de su casa cuando al levantarse de la butaca —para ir al retrete— notó cómo se le tambaleaban los pies, quebrándosele la cadera derecha e, inevitablemente, dando con sus huesos en el suelo. Nos informaron del accidente —desde la recepción de urgencias del Hospital El Procés— a todos los hermanos, para que nos avisáramos los unos a los otros sin parsimonia.

Los primeros en llegar fueron Anitín, que, per cert, portava cara de bleda i orxata en les venes; Iñaqui, con sus cachetes redondos y rojizos como David el Gnomo –pero siete mil veces más fuerte que él–, y Marianico, que no pudo evitar soltar una de sus ocurrencias:

—¿Qué te ha pasao? ¿Te has dao un tozolón, pues?

Montse daba por hecho que la habíamos condenado con alevosía en aquella silla de ruedas torturadora de riñones, como si nosotros fuéramos los culpables de que se hubiera partido la pelvis y metido, consecuentemente, un hostión.

—Sí, ¡por los cojones! objetó el Marquesito de Murrieta, el que tiene denominación de origen y dominados los destinos.

Ella, una de nuestras hermanas con más carácter, repetía insistentemente que éramos caínes personificados por tenerla postrada en la habitación. Malhumorada, no se cansaba de ordenarnos que nos apartásemos de su vista y nos fuéramos a tomar… el aire.

—Queremos axudarche, temos a mesma sangue, non somos bébedas con pandeiretas. ¡Pare con bobadas! ¡Que estou moi queimada, carallo! —sentenció Catuxa.

Más tarde, se asomó por la puerta Fermín, con un pestífero olor a patxaran, bravucón como un toro y acompañándole la niña bonita de mamá, Leti (la princesa de las fabadas) cuyas primeras palabras, con tono serio y sentencioso, nada más ver a la indispuesta fueron:

—¡Quédante dos teledirius!

Nos había comentado uno de los doctores que, quizás, no le quedaba demasiado tiempo por la gravedad de la caída.

—¡Ay, si nos hubieras hecho más caso! Lo único que pretendíamos era salvarte y que estuvieras lo mejor posible. Entre todos, habríamos contratado a una auxiliar de enfermería o una cuidadora para que no te faltara de nada y así hubiésemos evitado la desgracia que te está pasando —decía, muy apesadumbrada, Teresa, que tiene más paciencia que una santa.

—Ya veo que conmigo os ha caído una Cup… —respondió Montserrat.

—¡Si es que no te gusta dialogar, sor Desunida! Solo tiras piedras sobre tu propio tejado. Parece que tu sola te has recubierto de salazón y encerrado en una lata de conservas, como las anchoas de mi tierruca —intervino Magdalena.

—No me jodas, colega —dijo el Vallecas con tono chulo y gamberro—, la piba esta tiene más rollos que la biblioteca del Vaticano. Estoy mazo rallao, ¿sabes? No me quiero acelerar que me conozco. Me relajo, me relajo. De momento, voy a quitarme la chupa, colocarme bien los gayumbos y rascarme la napia, que me pica mucho. ¡Chss… y a callar! ¡Acabaré de un buche el trifásico que guardo en la petaca! ¿Vamos a pachas? ¡Ah no, que está malita mi allegada doña Tacaña!

—Mira quién me va a hablar de agarrado, un chotis…

Los diez hermanos se apiñaron alrededor de la enferma cuando a esta se le cambió la cara como si hubiera visto un fantasma. Con el dedo índice y temblándole la mano señaló hacia la puerta de la habitación. Apenas sus palabras eran inteligibles, pero expresó con voz estremecida:

—¿Quién…, quién…? ¿Quiénes son ese vi… viejo y esa vi… vieja que… que están ahí montados cada uno sobre un caballo?

Mientras se miraban los unos a los otros se descojonaron por lo bajini para no molestar a los demás pacientes. Sin embargo, la duda de Montserrat tuvo respuesta, cuya voz de ultratumba ella sola parecía oír:

—Somu «Genti de Muerti» y venimu a llevarti al inframundu. Y bajando del taburete, cambiando de actitud —¡Soy yo, tu hermanita! —dijo con mueca sarcástica y riéndose sin parar Soledad —¡Qué guarrapazo volverías a meterte!

No tenía fuerzas la aquejada para responder por la broma macabra que la había gastado la Sole—como a Montse le gusta llamarla— cuando apareció otro miembro de la familia que tiene el don de convertir las penas en cascabeles, desquitándose los aguijones del alma para irradiar hacia los demás su alegría contagiosa y aflamencada.

—¿Cómo estás, chochete mío? ¡Mira que pegarse un carajazo leyendo pamplinas! Será cosa de Dios que te habrá «castigao». ¡Ay qué caló, por la Virgen del Rocío! Me voy a sentá un ratito que vengo molía de trabajá.

Aun con el susto de antes clavado en el cuerpo, Montserrat pudo incorporarse por un instante para responder a Pepa con retintín:

—¿De treballar dius que véns, germana? Será en Tri va go.

—Puesto que proponéis la contienda y ante tal agravio, mi querida ratafía —dijo su consanguíneo Alonso, tan Ingenioso y triste Figura como siempre— recordad, Monserrat, aquestas palabras: «A fuerza de afanes, mantienen los laboriosos a los holgazanes».

Los últimos parientes en aparecer fueron: El León del Malecón, convencido de que nadie «la llevaría al huerto» ni aun iluminando sus neuronas con una lámpara minera; Rayco el Platanito, que insistía en que, si no se dejaba socorrer que «se fuese a freír chuchangas»; Rafita, que no tenía nadal que decir y las dos gemelas, Afriquita y Victoria, más mediterráneas que el mismísimo Serrat.

Entretanto, esperaban en la cafetería del hospital todo el clan. Tras ser operada Montserrat, el Dr. Justo informó de una «incapacidad republicana absoluta». Por ello, le reconocieron la Ley de Dependencia y le propusieron un Centro para mayores por sedición, la deseada residencia La Normalidad. Finalmente, decidieron entre todos los hermanos que fuese El Vallecas —es el que tiene el mayor capital— quien se hiciese cargo de ella y de todos los gastos ocasionados. Pactaron que no se plantearían sacarla de la residencia hasta que la herida no cicatrizara. La primera revisión médica sería el día 21 de diciembre.

—¿Por qué me da que no hablamos el mismo idioma? concluyó Montserrat…

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS