Las entrañas del terruño natal sí que acumulan estremecimientos nucleares…solamente han transcurrido unos pocos años desde que la vida me forzó a dejar el mío y, ahora, no más regreso, la conmoción estruja, alma adentro, profundidades nunca sacudidas mediante la acción del júbilo…y las lágrimas. Todavía me falta trasponer varias montañas para arribar a la más alta y empinada en la que, cual nido de águilas, se asienta mi pueblo, blanco y vertical, en estado reverendo de gracia heráldica y, ya, el aire electrizado a lo ancho del aliento terrígeno, induce en mi sentido del orgullo cosquillas de patria chica.
A la hora nocturna que llego, éste, mi dulce pueblo de montaña alta, de suyo sumergido en los fríos mordientes de su clima de luna destapada, duerme plácido, apenas esbozando trazas de somnolencias pesadas a través de uno que otro lugareño trasnochador no se sabe cómo replegado a los pliegues mojados de las calles desiertas. Pero, aun, bajo el tejido de su anchuroso sueño reinante, se detecta la composición vibracional de nuevos tiempos: nuevos habitantes, nuevas viviendas, nuevas insignias comerciales, nuevas perspectivas existenciales. Empero, aquella, mi mimosa y sensitiva casa de familia, allí, en su dual consistencia de altar hogareño y patio de poeta, sigue, intacta, con su vetusta puerta de madera señorial abierta de par en par durante todas las horas del día y, en lo alto de su fachada, rayando en las pestañas del alero untado de firmamento, sus dos ventanas entornadas, cual si fueran los sendos ojos pensativos de la vida pueblerina. Es la casa que más me duele en la vida: la que siempre habité para soñar y forjar horizontes delante de los pasos de mis hijos y que nunca me devolvió, en tiempo de futuro, al menos un latido. Hoy, pese a que se halla habitada por gente que ni siquiera conozco, ello no le impide a mi ser espiritual instalarme en los pasos el corazón descalzo y recorrerla, tramo a tramo, espacio tras espacio, desde el umbral con hilos del aire helado de la calle oscilando en los bordes de su clima de nido mimado, hasta sus confines en el solar trasero, éste, del todo asomado, sobre matas altas de jardín crecido y frutales chaparros, a los mil picos de todas las montañas montadas unas sobre otras, en hileras de nunca acabar…aunque en una lontananza que se puede respirar como azul que embriaga y besar a manera de algodón astral…
Heme, pues, ahora, en la habitación principal de mi consentida vivienda de pueblo. Estoy, según más gusta, en modo de domingo, con mis pequeños cinco hijos, todos, recluidos en casa en plan de familia compacta, a ratos, todos, metidos en la cama grande, cual si se tratara de la cancha dominical accesible al mismo programa divertido de la televisión en una sola pantalla, a la revista entretenida de las historietas de la semana en los periódicos del día, a nuestro “ocurrente teatro en piyama” acerca de improvisados cuadros de la vida diaria en función de graciosas ternuras y simplicidades bien vividas y mejor recreadas, en fin, a toda esa variedad de dulces expansiones y gratos quehaceres de familia en casa, en modo de pueblo con domingo puesto en todo su espectro vivencial.
Hoy, como entonces, igual, en domingo, la cocina, así, recogida en su temperamento de templo del sabor querido, íntima y olorosa a magnetismo envolvente, vibra conmigo en toda su naturalidad casera. Sobre el medio día me hallo confeccionando el almuerzo familiar: sancocho de pollo campesino sabrosamente coronado con crema de leche y cilantro salpicado de ron añejo y, a eso de las últimas horas de la tarde: la olla feliz de arroz dulce en pura leche, casi ritual, está solemnemente servida en siete porciones -inquebrantables- de hogar completo…
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