RECUERDOS DE UNA FOTOGRAFÍA

RECUERDOS DE UNA FOTOGRAFÍA

Cabía en mi mano, en la izquierda y con la derecha la acaricié. “Es para ti”, me dijeron. Y me encontré con aquella cosita peluda y gimiente en mi regazo. Tan pequeña era, que para alimentarla tuve que hacer un biberón, a partir de un frasquito de suero fisiológico, y hacerle la cama en una caja de zapatos, con una almohada térmica, que simulara el calor materno. Bueno, y cubrir el suelo de toda la casa con papel de periódico. Un poco después hubo que preservar todos los adornos de la casa, a los que podía acceder con su corta estatura, del alcance de sus afilados dientes.

Vinieron los largos paseos, los despertares en forma de lametones, y los escandalosos recibimientos cuando se había quedado en casa sola. Contaba yo, miles de anécdotas en el trabajo, que causaban la hilaridad de los compañeros que no tenían perro y una sonrisa cómplice de los perreros. ¡Cuan lista era mi perrita y que bien me comunicaba con ella!

Cuando salíamos al parque, llevaba yo la típica pelota que todos los amos de perros llevan consigo, para tirársela y que la traigan, y luego volver a tirarla otra vez… y así, hacer el corrillo de humanos para hablar de nuestras cosas, mientras los perros hacen ejercicio. Digo que llevaba la pelota, pero la verdad es que no la llevé mucho tiempo. Cuando se la tiraba la primera vez, ella iba corriendo y me la traía muy contenta, se la tiraba la segunda vez, y me miraba reticente, pero iba a por ella. A la tercera, me miraba y se sentaba tranquilamente. Si tira la pelota, será que no es algo importante, a qué voy a estar de un lado para otro. ¡Era sedentaria como la mayoría de los intelectuales!

Bastante tiempo después cuando Katy ya era adulta, tuve una mala temporada, y me daban lloreras de vez en cuando, Una de las veces, paré de hacer lo que estaba haciendo y me senté a llorar desconsoladamente. El animalito estaba durmiendo en su cama en la otra punta de la casa. Se despertó, se sacudió y se presentó delante de mí mirándome inquisitivamente con el ladeo de cabeza que suelen hacer los perros. “¿Qué te pasa? Estoy aquí contigo”, me decía. Y pensé que tenía que superar aquello, porque el perrito se disgustaba.

Hubo otro momento importante en nuestra relación, Cuando me diagnosticaron cáncer y me trataron con quimioterapia, había días que no estaba muy bien, ella se pasó todo el tiempo a mis pies, y como me solía acostar temprano, se iba a dormir debajo de mi cama. Sucedió que quién se encargaba de sacarla a hacer el último pis, era un señor con el que yo estaba casada por aquel entonces (ahora no voy a hablar de él porque no sale en la foto). El caballero se enfadaba porque la perrita no quería salir cuando la llamaba. Temía yo que maltratara al animal, por no obedecer, así que en lugar de hablar con él, tuve una conversación con Katy, y le expliqué que no podía venir a dormir conmigo hasta que no hubiera salido con el amo, por lo que debería quedarse en el salón con él. Iba ella por el pasillo camino del salón y volvió la cabeza para mirarme y me preguntó “¿es de verdad, eso, lo que quieres? ¿podrás manejarte sola?”. En ese momento de renuncia, pensé en las madres que tienen que dejar a sus hijos en manos de padres poco adecuados.

Superé mi enfermedad, y me divorcié. Después, a los catorce años de edad Katy murió. Fueron quince días en los que se fue apagando poco a poco, suavemente, tal como me dijo el veterinario. La tuve instalada en el mejor rincón del salón, y dormí todas las noches en el sofá, para acompañarla. Nadie hizo ningún comentario inapropiado.

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