“Hacé de cuenta que estuve navegando/es casi lo mismo, sólo cambia el paisaje: / abajo el mar que nunca se ve, arriba el cielo el cielo raso/y tu foto en la pared.” — sonaba el tema en la radio.

Tirado sobre el colchón mi cuerpo desnudo e impregnado en sudor. El calor insoportable. El destartalado ventilador arrojaba un vaho tórrido. Tenía la extraña sensación de estar flotando. No en el aire sino en un enorme océano sin horizontes.

Sentía el suave bamboleo. El aire tenía aroma a sal. No quería romper la ilusión, por eso apretaba los párpados.

¿Qué podía haber debajo de la cama? Un par de zapatos. Eventualmente, otro par femenino. Alguna otra prenda íntima. Un cenicero cargado de colillas, una copa de champagne volcada, una revista de actualidad, algunos periódicos, un par de libros, abundante literatura erótica, una caja con restos de pizza y, por supuesto, un cocodrilo. ¿Por qué no podía haber un mar? Siempre me atrajo el océano.

Como si fuera posible recordar en una ensoñación, me remonté a una de mis primeras vacaciones en Mar de Ajo. Tenía un baldecito color amarillo de latón, una palita y su correspondiente rastrillo haciendo juego. Juntaba dentro del balde algunas almejas que desenterraba de la arena. O si no, ya aburrido de hacer castillos, tapaba las aguas vivas con la arenisca.

En lugar de short tenía puesto una especie de bombacha con pechera que odiaba. Los chicos más grandes se reían de esa ridícula vestimenta. Y mi madre insistía con unas sandalias plásticas que lastimaban mis pies. ¿Los padres no se dan cuenta cuándo los hijos no desean hacer el ridículo? ¿No entienden que no son muñecos de porcelana a los que sólo se les debe cambiar la ropita?

Así y todo era feliz. Yo. Pero el gato no.

Teníamos un gato atigrado de ojos somnolientos. Se parecía a Robert Mitchum ¿Cómo se llamaba? Paco o Pepe. Pongámosle Pepe.

Bien, resulta que el pobre Pepe se había topado con un salvaje. O sea: yo. Mi diversión predilecta (aún no entiendo como no terminé con un ojo menos), era tomarlo por la cola y, luego de revolearlo un par de veces, lo arrojaba por encima del techo a dos aguas de nuestra casita de fin de semana.

Debe haber sido un gato muy manso. O muy viejo. O bastante boludo. El asunto es que yo siempre lo atrapaba y ¡Zas! ¡El gato volador!

¿Por qué me estaba acordando de esto? ¡Ah! ¡Si! El aroma a mar. El bamboleo de mi colchón navegante. El ardor en mi piel y mis arterias. Igual que aquella vez que me insolé. No sólo me tuvieron que poner cremas en mi piel llagada, si no que por una semana me metían debajo de una sombrilla con un sombrerito de paja. Envuelto en unas túnicas aún más ridículas que aquellas bombachas que odiaba. Ni al mar. Ni a jugar con mis amiguitos. ¿Amiguitos? ¡Flor de turros! Pasaban y me hacían burla. Me invitaban. Decían:

—¡El agua está bárbara! ¡Vení gil!

—¿No querés jugar, bobo?

—¡No podés jugar! ¡No podés jugar!

De todas maneras, como ya había dicho, era bastante feroz. Y muy vengativo.

A uno de ellos, el que más se había reído de mí, lo enterré vivo. Con su consentimiento por supuesto. Después de todo era un juego. El asunto es que me había olvidado de desenterrarlo. Creo que los padres lo encontraron con su carita tan quemada como había estado yo cuándo se burlaba. Igualmente no me salve de un par de cintazos de mi viejo harto de mis travesuras recurrentes. Debo decir, en su descargo, que yo ya era un criminal en potencia hecho y derecho.

El correctivo del cinto no surtía efecto. Al contrario, era como que me incitaba a ser más y más audaz. Una vez casi la había matado a mi madre. Escondido detrás de una puerta me le aparecí por detrás y dije: ¡Buh!

Mi mamá era cardiaca. Se puso blanca y estuvo al borde del desmayo unos cuantos minutos.

Mi padre no dijo nada. Simplemente se sacó el cinturón y me señaló el cuarto del fondo. Creo que si olvidé aquello es por algún proceso de autodefensa de la psiquis.

—“¿Dónde habíamos empezado? ¡Claro! En mi habitación calurosa y el mugroso colchón flotante.”

Me puse de pie sobre el jergón, pese al balanceo. Tenía puesto mi impermeable de gabardina oscura, mis zapatos de gamuza azul, un pantalón de lanilla y un sombrero que parecía heredado de Frank Sinatra. No estaba errado. Todo en derredor era agua. Un océano inconmensurable. Además lloviznaba; pero no sobre mi. Llovía todo alrededor. Sobre aquel extraño piélago.

—“¿Dónde estaba la mesita de luz? ¿Dónde las pastillas?”

Durante un buen rato estuve surfeando aquellas aguas espumosas.

El surf. Ese fue otro verano. Ya era un adolescente de hormonas rebeldes. Tan sediciosas como las de Veronika. Así con “k”. Era una rubia pecosa de ascendencia gringa, con ojos de un azul translúcido. No fue un amor de verano más; fue mi primer amor.

Ella adoraba el surf. Yo le enseñé el lugar dónde se formaban las mejores olas. Las más altas y excitantes. Los mejores vientos. Pero una fue demasiado peligrosa. Nos golpeó de lleno. Desperté tirado en la playa. A ella el mar jamás la devolvió. Sólo quedaron restos de recuerdos, y en mí, este sentimiento de culpa.

—“¿Por qué ella y no yo?”

Me dejé caer en el agua que me rodeaba. Me hundía lentamente. No podía respirar. Cada vez que abría la boca entraba el agua y ya no podía aguantar la respiración. Trataba de patalear; pero un peso sobre mis hombros me impedía subir. Me estaba muriendo. Después de todo no merecía otra cosa.

Una mano me sujetó por los cabellos mientras los ramalazos de agua azotaban mi rostro. Aspiré una bocanada de aire. El tipo que me retenía po la cabellera vociferó:

—¡Hijo de puta! ¿Cuántas veces te dije que no consumas esas porquerías?

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