Mientras mi nieta Nicole me leía un capítulo de su libro Violetta, por un breve instante me transporté a mi infancia, los mismos diez años de edad, un libro en las manos y una abuela maravillosa que significó tanto para mi durante toda mi vida.
Cuando mi abuela se acercaba a la cocina a preparar el almuerzo, yo arrastraba un banco y me colocaba en un lugar donde ella pudiera escucharme bien y comenzaba aquella aventura que entre paletas que revolvían una aromática sopa de arroz y deleitando de vez en cuando un sabroso buñuelo de yuca se escuchaba mi voz que leía ¿Cuál ha de ser? ¿Cuál ha de ser Dios mío? o «Juana, graciosa doncella de diecisiete febreros, con ojos como luceros y mejillas de Azucena..»
A veces, cuando llegaba de la escuela, encontraba a mi abuela muy concentrada en su máquina de coser, después de darle un beso y pedirle la bendición le preguntaba, así, como a la ligera -Lulo (ese era el nombre cariñoso como todos en la familia llamábamos a la abuela) ¿Quieres que te lea un poema?-.
Yo ya sabía la respuesta, ella me miraba con sus hermosos ojos y me decía ¡Claro que si! y entonces yo corría a buscar el libro de poesías y me sentaba en el piso, muy cerca de la silla de mi abuela y comenzaba aquel arrullo entre el sonido de la máquina de coser cuando mi abuela pedaleaba y la voz de una niña pequeña leyendo a Neruda, Benedetti, Lorca o José Ángel Buesa y mi abuela amada exclamando ¡Que hermoso! ¡Me encanta! ¡Ese es mi preferido!.
Fue solo un instante, mis ojos se llenaron de lágrimas, las enjugué rapidito para que mi nieta no notara mi tristeza y mientras, me sorprendí entendiendo, después de tantos años, porque algunas veces cuando yo leía a mi abuelita adorada también se le escapaba alguna lágrima, regresé de nuevo al escuchar a mi nieta que leía «Esta vez el aquí y el ahora eran lo mejor que me podía pasar..»
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