Aún teniendo pésima memoria histórica, hay días grabados a fuego en nuestros recuerdos, imposibles de borrar, por el tiempo o las ganas de olvidar.

Presentando problemas de pubertad precoz, mis padres deciden enviarme de vacaciones a casa de la abuela paterna, a maezinha, para que me tranquilizara porque estaba ingobernable según sus apreciaciones, las mías eran mas de rebeldía, por el trato dictatorial totalitario recibido en casa.

Al llegar observo un extraño ambiente, deduzco se debía a la enfermedad de mi abuelo, u paizinho, quien habiendo regresado de África do Sul, en pleno apartheid, caía enfermo de aquella enfermedad impronunciable so pena de colleja. Los días transcurrieron densos, silenciosos, oscuros en pleno verano, a veces lograba oír “ha vomitado sangre” pero seguían en sus quehaceres. Médicos y brujos se alternaban en sus recetas, para devolver la alegría a aquella casa.

Una madrugada oigo ajetreo y me incorporo, asomo la nariz a la puerta, veo gente corriendo para todos lados, ahí comencé asumir cuan hipócrita puede llegar ser la especie humana. Nadie daba cuenta de mi presencia, mi prima cambiaba los pañitos de colores que adornaban mesas, sillas, porrones, por unos negros (cuando los habían tejido?), mi tía estacionaba el reloj justo a las 4.30 a.m., mi abuela hacía café y pan, los hombres no hacían nada pero tampoco estorbaban, ni siquiera estaban despiertos, ellas vestían de negro cerrado pero con las costuras por fuera (para no ensuciar el frente), entre todas cortaron flores del jardín e hicieron una arreglo, y entonces sorprendentemente a las 6.00 a.m. se colocaron las tres en la mitad del patio de la hermosa casa a pegar gritos desgarrados de dolor, créanme cuando digo desgarradores.

A las 6.05 estaba todo el pueblo en la puerta. Mi abuelo ya reposaba en la sala, justo frente a la puerta de mi cuarto, al cual nunca volví a entrar. Unas 36 horas duró el convite, donde unas rezaban el rosario y otros fumaban puros contando cuentos, hasta que el abuelo se cansó, se sentó y con un eructo acabó la fiesta. La casa quedó vacía en fracciones de segundo, y yo la invisible me quedé sola pegada al piso. El médico aclaró, que algunos en la condición del abuelo acumulan gases y deben expulsarlos. Solo los hombres acompañaron al abuelo a su paseo, porque a las mujeres nos estaba prohibido por la tradición.

Los días siguientes están muy borrosos en mi memoria, solo sé que unos amigos de mi padre me rescataron de la casa da maizinha, con 40 de fiebre me llevaron a la suya, para acelerar los trámites de mi regreso a casa. El viaje creado para tranquilizarme, me había provocado ataques de pánico, que aún hoy 50 años después, conservo y disfruto de vez en cuando.

Cuantas preguntas me quedaron sin responder de aquello vivido, nunca supe si ellas querían al abuelo a pesar de haber pasado 30 años fuera de casa, pero eso sí, enviando el dinero necesario para comprar la casa, y la de al lado, y la de al lado, y la de al lado…

Llegué sola, aún con 40 de fiebre, con la cara desencajada y en el alma un sabor a formol, a despecho, a incongruencia. Vi a mi padre y hablé, después de una semana en silencio, para decirle “Ha muerto el abuelo”. Seguí caminando y nunca más en nuestras vidas, se volvió a hablar del Abuelo.

La única foto que se conserva en mi familia de los abuelos

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