La niña llevaba allí un buen rato. A unos pasos de la cabecera de la cuna, agarrando al peluche de una mano, observaba por entre los barrotes a su hermano.
El pequeño respiraba tranquilo, bocarriba, brazos y piernas separados, expuesto al mundo.
Era tan frágil. Y sin embargo, iba a salvarle la vida. Sus padres se lo había explicado, varias veces y de varias formas, a lo largo de sus siete años. Era un niño especial. Con súper poderes, le dijeron una vez. Algo había en su sangre que serviría para curarla.
De hecho, ya le habían puesto un poco de esa sangre. Hace un año, cuando nació su hermano. Recordó ese día en el que, mientras la pinchaban, se concentró en sentir que su cuerpo sanaba. Pero no sanó. Ya eres mayor, le dijeron, y la sangre de tu hermano no tiene la fuerza suficiente.
Las atenciones continuaron. Los mimos y los desvelos de sus padres no cesaron pero algo había cambiado. Dejaron de ser constantes. Ahora había una luz siempre encendida en la habitación de su hermano.
Había venido por ella, así que al principio no le preocupó. Era a ella a quien querían, por eso había nacido. Pero pronto sintió que tenía que compartir los afectos, que el tiempo del baño se acortaba, que los abuelos buscaban al bebé mientras la besaban, que algunos días tenía que desayunar sola.
Su hermano iba a curarla. Le debería la vida. Se haría mayor, podría ir jugar a cualquier cosa con sus amigas, quedarse a comer o a dormir en sus casas. No tendría novio porque le daban asco los besos. Tampoco tendría hijos porque eso era una guarrería y, además, no quería tener hijos enfermos. Como ella.
¿Por qué no estaba enfermo su hermano? ¿Por qué quisieron papá y mamá que ella sí lo estuviese? Le repetían que la querían muchísimo, que era su vida. Pero era ella la enferma, no su hermano. ¿Y si le quisieran más a él? Por ser tan especial.
Se acercó a la cabecera de la cuna y miró hacia abajo. El niño sacudió los pies, abrió y cerró los deditos de las manos y, por un segundo, pareció dejar de respirar. Suspiró. Estaba soñando.
La niña colocó una mano sobre los labios entreabiertos del pequeño y buscó sentir su aliento.
Mañana cumpliría un año y ella le iba a regalar su oso de peluche favorito. A partir de mañana ya sería lo bastante fuerte como para que le pudieran sacar esa cosa de la médula que se necesitaba para curarla. Para siempre. Y ya estaría salvada.
Levantó el oso de peluche sobre la cabecita del niño. Haría que el oso le diese un abrazo. Comenzó a bajarlo lentamente sobre su cara.
Se abrió la puerta de la habitación. Nunca había visto aquella mirada en su padre. Había crecido pensando que su padre no tenía miedo de nada.
Lanzó el oso a los pies de la cuna. Su hermano despertó sobresaltado y rompió a llorar.
Mientras su padre se abalanzaba sobre la cuna, abandonó la habitación habiendo descubierto que su padre tenía miedo de los osos.
OPINIONES Y COMENTARIOS