[Fotografía post mortem]

Las hermanas entienden. Conocen reacciones, pensamientos y secretos. Saben de ti antes que tú. Escuchan, sienten, acogen.

Las hermanas traicionan. Conocen errores, debilidades y secretos. Saben dónde apretar para que duela; por intención, distracción o propio orgullo. Manipulan, atacan, confabulan.

Las hermanas perdonan.

Se unen.

Se separan.

Se pierden.

Se echan de menos cuando nunca se las tuvo; cuando una niña se marcha y deja solos a sus padres; se esfuma sin que una igual haya conocido su alma víbora y angelical, sus deseos culpables, sus rincones oscuros.

Sus padres, desgarrados, posan delicadamente aquellos trapitos con rostros de porcelana. El secreto ahora quedará enterrado en esa última fotografía; enredado en sus cabellos y oculto tras sus vestidos.

Lágrimas de petróleo, de sus corazones que se enroscan como un ciempiés bajo un tronco podrido; intoxicarán sus palabras, engarrotarán sus brazos y oxidarán sus emociones. Todo sabe a hiel. Nada es suficiente. Antes eran padres, ahora son nada.

Su esposo, su consuelo de la vida, huye del vacío impenetrable. Ella se guarda bajo las sábanas; moverse parece una cima inalcanzable. El hedor de su cuerpo se añeja en costras que cubren su agonía. Quizás pueda hacerse un capullo y resurgir a una vida diferente, una en donde vuelva a estar con ella.

Su alma intenta sanar, pero la fibrosis incapacita.

«Una mano, hermana. Una lija que me raspe esta lepra.» escucha a su voz deshecha implorar. Su hermana la coge en brazos, ya no está sola.

El agua purifica, un roce amoroso restaura.

Ella sabe, su hermana, y la deja hablar; de la tortura de los recuerdos y la dulzura de la memoria, qué cárcel y qué libertad.

Siente cómo su boca supura corrupta existencia. Su hermana la deja ir por el desagüe y continúa tallando con jabón.

«Hija perdóname, porque no te protegí, porque no fui quien necesitabas. ¡Perdóname por quedarme aquí!» gime su conciencia.

Sale su corazón del escondite, se despliega y se talla también con lejía y estropajo. Arde, brama desquiciadamente, y absorbe una bocanada de sangre limpia. La impulsa. Las yemas de los dedos vuelven a palpitar, vuelven a percibir el calor de la vida.

El alma, como piel en carne viva.

No superará su ausencia. Nunca se desteñirá de sus manos. Se guardará en su pecho, en un rincón donde no pese tanto, donde le permita respirar y sentir otras cosas, donde alcance su memoria y lagrimales para hacerse presente de vez en cuando.

Lo más doloroso y esperanzador, es que la vida pueda seguir.

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El amor que te encadena a tu familia te arrancará pedazos de ser cuando se alejen, y llevarás sus trozos cuando te vayas.

Así, despedazados, seguiremos tejiendo cadenas a voluntad, con eslabones de comprensión y desagravios, con las manos teñidas de ausencia.

Más doloroso sería no tener en quién ponerlas.

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