Cuando mi padre tuvo la carta en su poder sonrió y no pudo evitar recordar cómo llegó hasta ella. Habían pasado cincuenta años desde que lo escondieron y veinte desde que supo de su existencia…
Aquellos balances eran interminables. Metros y metros de papel pijama azul y blanco con miles de números. La Fábrica era la empresa más importante del pueblo y mi padre uno de los directores de banco en la misma plaza, y necesitaban financiación. Cuando Paco, el Jefe de Analistas de Operaciones del banco llamó a mi padre por teléfono para preguntarle por una pequeña partida de la contabilidad englobada en las cuentas de orden, que se denominaba «mercancías en consignación» y que reflejaba un saldo de 355 pesetas, mi padre hizo lo que había aprendido tras años de oficio:
– Claro, yo lo miro. ¿Necesitas algo más?
– Sí, tengo alguna duda respecto al importe de la operación.
– Bueno, si te parece bien te llamo dentro de un rato, que estoy con clientes ahora en el despacho.
Mi padre estaba solo en el despacho, pero para hablar con el Jefe de Riesgos necesitaba jugar con ventaja, y en ese momento Paco tenía los datos de la empresa en su cabeza y él no. Prefería llamarlo más tarde para intentar que fuera al revés y así rebatirle el tema del importe.
– Larra, que tal, soy Pepe, del banco. Oye, una tontería, ya sabes cómo son los analistas…Me preguntan por una partida que se llama «mercancías en consignación» de 355 pesetas. ¿Podrías decirme qué es?
– Bueno, Pepe, eso mejor te lo cuento con una cerveza delante, es una historia muy vieja…
– Me dejas intrigado. ¿Nos vemos a la una?
– Perfecto.
Cuando llegaron al viejo Casino de Trabajadores, y con dos cervezas delante, Larra le contó una historia:
– En el año 1936 la acería estaba asediada por los nacionales. Cada día sonaba «el pito» de Fábrica para avisar a la población de los bombardeos de aviación. «La pava» soltaba sus huevos a diario sobre nuestras cabezas. Como sabes, la República expropió La Fábrica a Ramón de la Sota para utilizarla en la fabricación de cascos, bombas y tanquetas. Por tanto, éramos objetivo prioritario de los nacionales.
En el pueblo, los rojos aprovechaban que pertenecíamos a la zona republicana para cebarse con las iglesias, los curas y las monjas. Una noche entraron en el convento, sacaron a quince monjas, les raparon la cabeza, las desnudaron y las obligaron a pasear por la avenida a la vista de todo el mundo. Nadie miraba. Era demasiado vergonzoso.
El párroco de la iglesia del Begoña se asustó y pensó que el cáliz de la iglesia era demasiado valioso y que podrían llevárselo en cualquier momento. En aquellos años, solo el Banco de Vizcaya, el Bilbao, y la Caja de Ahorros de Sagunto tenían caja fuerte. Nadie más disponía de esa seguridad, salvo La Fábrica. El párroco apareció una mañana a las ocho en las Oficinas Generales. Estaba asustado. Llevaba el cáliz de la iglesia escondido y nos pidió por favor que lo guardáramos. Lo hicimos por convicción, arriesgándonos personalmente, porque, como te he dicho, La Fábrica estaba intervenida por el ejército rojo, y había muchos militares en nuestra instalaciones.
Pensamos esconderlo al fondo de la caja fuerte, pero era demasiado arriesgado. El ejercito rojo estaba perdiendo la guerra y necesitaba fondos, y revisaban regularmente la caja en profundidad como el niño que mira si hay monedas en la máquina de la hora, pasando los dedos por las esquinas. Decidimos enviar el cáliz con la valija interna a la factoría de Bilbao, que era zona nacional, pero sabes lo concienzudos que somos los contables, y para evitar suspicacias, el jefe de administración decidió contabilizar la entrega, aun a riesgo de dejar rastro en la contabilidad.
Nunca supimos si llegó porque las comunicaciones estaban intervenidas, pero estamos convencidos de que en Bilbao, al fondo de alguna caja fuerte de Altos Hornos de Vizcaya, está el cáliz de la iglesia de Begoña. Sabes que nosotros ya pertenecemos a Ensidesa y no tenemos relación con Bilbao, más que por temas comerciales, pero yo, como Jefe de Contabilidad, no estoy dispuesto a descontabilizar esa partida porque sería como perder ese cáliz para siempre.
Espero que ese importe no sea óbice para la aprobación de la operación que os hemos pedido.
– No, hombre, además nosotros somos ahora del grupo Banco Atlántico, del Opus Dei, y si le doy la vuelta igual hasta ayuda. Ya te cuento…
Mi padre incluyó la historia en la respuesta al analista de riesgos y este no tuvo más remedio que explicarla en el Comité, y eso favoreció la aprobación de la operación. Era previsible en una Entidad en la que antes de analizar y decidir la aprobación o no de las operaciones, se rezaba por su buen fin.
Pasaron veinte años hasta que mi padre se encontró con el párroco de la iglesia de Begoña. Mi padre no era practicante, pero los años de bachiller con los curas le habían dejado algo de latín y buenos recuerdos. Estuvieron charlando y el cura le contó que iban a rehabilitar la iglesia. Mi padre recordó la historia.
Envió cartas de Altos Hornos de Vizcaya, a Arcelor, a Ensidesa, Sepi, explicando detalladamente la historia y pidiendo que revisaran a fondo las cajas de seguridad más antiguas. Todo fueron respuestas negativas instándole a continuar con su búsqueda.
Meses más tarde recibió una carta de un párroco de una iglesia de Bilbao. Era un anciano que había tenido noticias de su búsqueda. Le explicó que en el año 1937 desde la factoría de AHV le hicieron llegar un cáliz y le pidieron que lo utilizara hasta que acabara la guerra. Nunca nadie fue a reclamarlo y él lo utilizó durante cincuenta años en su iglesia.
Cuando llegamos a Bilbao a recogerlo ya tenía un lugar preparado en el altar de la iglesia de Begoña y a un contable descontabilizando satisfecho una partida.
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