Dispersa.
La música fuerte del apartamento de al lado pregona: – ¡¡¡And she will be looved…!!!!-, acompañado por el tintineo de loza al ser lavada. Ladridos y aullidos de perros humanos y no, se escuchan en la lejanía. La habitación está llena de rayos de luz polvorientos que se cuelan a través del visillo beige, llenando de mañana un armario desordenado y pilas de ropa multicolor dobladas encima de la cama deshecha. En la esquina, papeles y otros cachivaches juntan tierra esperando un traslado. Una ampolleta ciega cuelga del techo, justo encima de la mujer que mira al vacío.
El día anterior había comenzado bien. Se habían levantado temprano y habían tomado la carretera en dirección oeste con las primeras luces de la madrugada. La hija iba sentada en el asiento de atrás, con el pelo despeinado y el sueño aún formando pliegues en sus mejillas. La radio zumbaba suavemente mientras ambas disfrutaban tranquilas del tácito hecho de estar en mutua compañía.
Los campos frondosos del valle central, con inmensas extensiones de viñas y álamos acompañando pequeñas casas con vallas cubiertas de hiedra, dieron paso lentamente a inmaculadas lomas cubiertas de cardo. Al traspasar la cordillera de la costa, la niebla costera envolvió el vehículo para liberarlas poco más tarde hacia un cielo azul prometedor, al tiempo que la calle se volvía sinuosa y estrecha y aparecían cada vez más baches traicioneros. La hija parloteaba como una cascada, mientras los pensamientos de la madre se mecían lentamente en torno al tráfico y el paisaje cambiante.
Cuatro kilómetros después de la entrada principal de la Reserva Nacional El Yali, luego de un desnivelado camino de piedras, traspasaron el umbral de un bosque de eucaliptus. Por normativa del parque, se enjuagaron con desinfectante pasando por un estanque. El auto viejo casi se sonreía con el cosquilleo de la tierra virgen y el olor penetrante de la arboleda.
Ambas caminaron por el umbral del humedal, la hija rebelándose contra el picor de los junquillos entre sus pantimedias, y la madre suspirando irritada a causa de la permanente lucha entre sus principios de crianza, y las hormonas de la adolescencia que zapateaban con furia. No pudo reconciliarlas un Mero – pájaro azorzalado de punta en terracota. Al llegar a las dunas de arena de la playa, la hija se derrumbó presa del aburrimiento y la rebeldía. La madre se sentó a su lado.
De pronto, un colegial macho se posa a un metro de la nueveañera enfurruñada. Ladeando la cabeza, la mira con curiosidad: -¿Qué haces, pequeña humana?
El rostro de la niña se relaja y devuelve la mirada. Por un largo momento, ambos seres se conectan – la hija ríe.
-¿Te acuerdas esa vez cerca de Chaitén?- pregunta la madre.
– Ese pajarito se me subió al pie… Tengo mucha habilidad con los pájaros.
– Era un chucao…. Este pajarito se llama colegial, ¿ves la mochila roja que lleva en la espalda?
Madre e hija aguantan la respiración hasta que el colegial decide emprender el vuelo con un trino decidido. El sol sale de detrás de una nube costera. La playa se ilumina, y en la lejanía un grupo de jotes extienden sus alas para calentar sus plumas perezosamente.
El camino se hace más corto mientras recorren la arena buscando piedras y caracoles de mar. Entre flores silvestres, pequeñas mariposas del tamaño de botones revolotean como pequeñas hadas vestidas de fuccia y naranjo. Finalmente llegan a su destino: un mirador situado junto a la laguna Albúfera, reserva de agua salina en torno a la cuál se concentran cisnes coscoroba, garzas y patos. Ya entusiasmada, la hija tironea a la madre de un lado a otro: -Mira, ¡los pollitos del cisne! Acá hay un cartel…. Cos-Co-Ro-Ba. ¡Mira mamá! ¡Ven a mirar! ¡De estas mariposas hay en el colegio también! Mira la oruga… Hay que rescatarla.
Junto al mirador, entre juncos, se alzan los restos pálidos de un tronco descarnado.
Reposando en el suelo entre los juncos como un cuerpo de bestia despedazado, el tronco parece suspendido entre la vida y la muerte. La niña lo envuelve enseguida con su imaginación y lo anima, fugazmente, con un soplo de ingenio: – Es un troncocéfalo!
La tarde los despide con lamentos de bandurrias. El viento comienza a helar, y frías pero contentas retornan a la calidez del auto.
Las luces de la carretera se hacen cada vez más brillantes. Cansada, la hija apoya su cabeza contra el vidrio. Casi no siente el choque.
La radio sigue pregonando la misma canción. Como a través de una densa niebla de algodón, los sonidos cotidianos se alejan, abstractos. Su lengua de cartón se seca en su boca. En cuencas vacías, sus ojos se diluyen…. Lentamente, todo su cuerpo se licúa como agua jabonosa que se vierte sobre la colcha desteñida. El trip-trap de su cuerpo que se gotea es todo lo que llena una habitación vacía.
Fotografía e inspiración de Paulina Uribe
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