Solía ese engendro quitarle la paz todos los días. Llenaba ese espacio de arte configurado por él, con todo el delirio estético de ese bullerengue barato que los mozuelos llaman música. Lo enervaban esas notas de extrema fiereza, esas tonalidades de negro en alardes de gritos y de espantosas melodías que asimilaba como susurros del infierno. Lo acosaba por todos los lugares de la casa esa extraña sensación demoníaca que lo perturbaba y que lo enloquecía hasta el extremo de tirarlo todo por el piso, beber una copa de alcohol y cubrir sus oídos con audífonos que le taponaran con el silencio de Schubert esos ladridos nihilistas y de posibles coloraciones de muerte.
La veía entrar de vez en vez con otros, que como ella no atinaban el gusto y el decoro. Su sola figura se le hacía un espanto. Varias veces la corría de su templo con expresiones de absoluto desprecio. “No toques nada muchachita, tus sucias manos todo lo vuelven patas arriba…además el gusto no se hereda y lo que se hereda a fuerzas es un hurto. Así que no te apoderes de mi espacio, que no tolero que estropees la disposición con que todo está atribuido según la esencia del arte que yo he dispuesto aquí, en mi casa”.
La barahúnda siguió con más ahínco, como si ella castigara la infamia de su padre que para ella era su enemigo de sucesión, el cual la droga y el licor, el sexo y la música le hacían perder de vista y olvidar su terrible soledad en este mundo.
Las tardes sin término, se prolongaron por días y semanas…meses y ahora años. Una tormenta de ruidos escandalosos que hacían rugir las paredes blanquecinas de donde pendía un Goya traído de su último viaje a Europa.
Las notas de Mozart y de Vivaldi se confundían con ese eco monstruoso de gritos consumados entre pares de inverosímiles y desconsideradas mujerzuelas y hombres baratos que a costa de estudio habían convertido su templo en un agónico escupidero de brujas.
Un día quiso ella dirigirse al padre que la observaba mientras se servía un jugo de Rambután, sin embargo, él de un tajo la calló.
Cuándo piensas abandonar esta casa. Ya eres una mujer de 18 años y creo que mis responsabilidades por ti ya han superado su tiempo.
La mujer con ese deje cargado de ironía limpió el borde de su vaso, lo miró con esa lástima que él detestaba y sin mediar palabra salió del lugar.
En la noche a tientas él trata de escuchar una sinfonía para cobrar la paz arrebatada desde la mañana, pero nuevamente es interrumpido, ahora por las expresiones de amor que dejan ver el lamento de una pasión que se encierra en la habitación de la esquina superior de la casa. Son quejidos inefables; que como él se lo dijera en la mañana son de una mujer barata que se entrega en juegos furtivos de amor sin el más mínimo decoro de intimidad.
El hombre siente que la ira se apodera de él. Se levanta enardecido por la cólera, se avienta y toca la puerta con furia. Un sonido de apacible silencio se apodera del lugar.
Enardecido, rocía de gasolina la puerta del cuarto de su hija, ella sonríe con ese deje de ironía que le había dejado la ausencia de su madre diez años atrás.
El humo la encierra y la pone contra la pared, trata de huir cuando se percata que el fuego ha consumido la entrada. Los gritos de placer ahora se trastocaron en delirantes súplicas al cielo.
El padre reacciona, cuando trata de apagar las llamaradas, ve que estas se han regado por toda la mansión. Ve cómo se consumen sus obras de arte, su música.
Escapa enloquecido pidiendo auxilio, gritando con delirio piromántico. No comprende qué ha hecho, pero ya no puedo volver el tiempo atrás, porque el fuego se llevó por delante sus impulsos y su ego.
La mañana siguiente las cenizas le muestran en su conciencia el acto desmedido de su ira.
Llevado a un dispensario médico, narra todos los detalles del incendio. Dice la hora exacta y el momento en que ella arrebatada por Into the fire de Marilyn Manson, justo en el apartado de esa monstruosa letra que decía:
If you want to hit bottom
Don’t bother to try taking me with you
I won’t answer if you call
Two heartbeats ended in hell
Trying to break your fall…
Gritaba a viva voz me quemo contigo en la música del infierno. Rocíame la gasolina y préndeme fuego. Quémame, consumámonos en el ardor atestado de llamas.
El padre melancólico lloraba y se devastaba en la narrativa de su noche nefasta. Recordaba sus cuadros, su música, sus fotografías de viajes. Su historia familiar y del bisabuelo capitán naval…su mierda de vida desde que esa mujer apareció en su básica existencia, su histérica vidorria al lado de aquella primogénita que compartía su casa a la cual odiaba con locura.
Se desquició. Se fue quedando en los recuerdos y en sus interminables relatos. Tarareaba a Mozart, trataba de parafrasear a Keats y entre remembranza y locura una mañana en la alcoba donde dormitaba, los enfermeros hallaron un cuadro mal pintado donde se representaba a un hombre tocando el piano y del cielo bajaba una figura demoníaca que le arrancaba a tajos su alma.
En el piso yacía el hombre muerto, su rostro se encontraba confundido por la sangre. Lo único que se veían eran los mil uñetazos en todo su cuerpo. Hasta hoy en el centro de reposo se desconoce la causa de su muerte. Sin embargo, se escucha en los pasillos decir que: Las pesadillas son a veces los atiborramientos de una conciencia muerta en vida.
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