Extraños nubarrones cubrían la cabeza de Juan todas las mañanas. A pesar de que las noticias meteorológicas anunciaban sol y buen tiempo, Juan no conseguía apartar esos dichosos nubarrones que empañaban su vista y asfixiaban su existencia.

Desde hacía años parecía vivir en su propio microclima, y a pesar de sus esfuerzos nada cambiaba.

Juan era hijo de unos padres siempre en conflicto, que nunca llegaron a divorciarse.

A los catorce años, sus padres traspasaron un bar en el cual todos tenían que arrimar el hombro. Tras el colegio tocaba trabajar en el bar.

Las obligaciones del negocio sólo se veían paralizadas por las entradas y salidas del padre al hospital, a causa del alcohol.

En esa época conoció a Gabriel.

Gabriel era un chico bastante desaliñado, siempre tenía el pelo grasiento, pegado a la frente, los hombros agachapados, una peculiar forma de andar (sus caderas se balanceaban hacia delante y hacia atrás con pasmosa lentitud y como dando pequeños saltitos), sus ojos algo caídos y entornados, siempre solían tener un brillo rojizo.

Era de pocas palabras y las pocas que pronunciaba las masticaba, las deslizaba hacía la punta de la lengua y las expulsaba larga y lentamente, convirtiéndolas en un susurro similar al sonido que emiten los reptiles.

Era una persona taciturna, de mirada escudriñadora y desconfiada.

Desde que Juan lo conoció ambos pasaban horas apoyados en los coches aparcados o sentados en los bancos del barrio.

De vez en cuando algún que otro chico se acercaba a ellos, intercambiaban unas palabras y se pasaban algo de mano en mano.

Juan dejó los estudios, sólo deambulaba por la calle hasta altas horas de la noche y apenas aparecía por casa.

Recién cumplidos los dieciocho años, Juan sufrió un grave accidente de moto.

La habitación 502 del Centro Hospitalario “Virgen de la Cruz” lo albergó durante más de un año.

Las secuelas del accidente lo dejaron maltrecho.

Los días y las noches se le hacían eternos, los dolores al principio fueron mitigados por las dosis de calmantes que le eran suministrados. La inmovilidad le resultaba insoportable. Depender de todos para cualquier cosa.

Pero cuando ya no hubo necesidad de calmantes empezaron las “crisis”, como él las llamaba.

Sin poder dominar su cuerpo, se bañaba en sudor, la mandíbula se le desencajaba, los ojos se inyectaban en sangre y todo su ser temblaba como una hoja arrastrada por un huracán.

Sus dedos se sujetaban a las sábanas de la cama, buscando algo al que aferrarse y no caer.

Necesitaba algo, algo que nadie podía darle, algo que no sabía cómo conseguir allí metido.

Sus padres compungidos no sabían cómo ayudarlo.

Tras una crisis Juan se sumía en un sueño profundo del que parecía no querer despertar. Esos momentos eran sus únicos momentos de tranquilidad. En sueños al menos no sufría ni anhelaba.

Y al pasar las semanas esas crisis fueron remitiendo.

Fue el Dr. Márquez el que informó de la problemática de Juan a sus padres, el que les explicó el motivo de esas llamadas “crisis”.

—Su hijo es toxicómano –sentenció el doctor.

Sus padres se miraron sin comprender. Nunca había escuchado hablar de esa enfermedad.

—¿Pero esa enfermedad tiene cura doctor? –consiguió preguntar su padre.

Juan terminó ingresando en un Centro de rehabilitación de toxicómanos.

Durante su internamiento, Juan conoció a Lucia, una chica extrovertida y alegre, que acudía al centro de rehabilitación como voluntaria.

Juan en cuanto la vio se enamoró de ella, su sonrisa lo cautivó. Se veía comenzando una nueva vida junto a ella, lejos del mundo de las drogas.

El 15/03/99, a las 10:00 de la mañana llegaba a este mundo Marta, una niñita de apenas dos kilos de peso, con pelo oscuro y piel blanca como la nieve.

Fue un parto difícil, lleno de complicaciones, que dejó a Marta huérfana de madre pocos minutos después de su nacimiento.

Juan no llegó a tiempo al alumbramiento de su primogénita ni al óbito de su esposa. Ese día como otros tantos había vuelto a levantarse en una casa desconocida, tras una fiesta de varios días, dónde el alcohol, las drogas y el sexo no tenían fin.

Como pudo se reincorporó, las paredes daban vueltas vertiginosamente a su alrededor, un tremendo dolor de cabeza lo martirizaba, la boca seca y las ganas de vomitar lo obligaron a dirigirse dando tumbos al baño.

Un rostro demacrado, con ojos hundidos y tez mortecina lo observaba desde el espejo. No podía seguir así, una y otra vez se repetía esa frase, no podía seguir así.

Las manos temblorosas consiguieron girar el grifo de agua y arrojó agua una y otra vez contra su cara con el vano intento de salir de aquel estado de irrealidad en el que se encontraba.

Como pudo se vistió con sus raídos vaqueros y su arrugada camiseta, se calzó sus viejos tenis Adidas y se marchó hacia casa.

Lucia seguro que le echaría otra de sus broncas descomunales.

Juan llamó incesantemente al timbre de casa sin recibir respuesta, desesperado se sentó en las escaleras y cayó sumido en un sueño profundo. Sólo el llanto de un niño provocó que despertara por completo.

Durante un momento, en la oscuridad del rellano se sintió desconcertado, no recordaba dónde estaba.

El ascensor paró en la planta donde él se encontraba. Las puertas se abrieron y de él salió su madre con un bebé entre sus brazos.

Juan no pudo articular palabra, no pudo apartar su mirada de aquella pequeña. Sin poder controlarse, rompió a llorar desconsoladamente.

Cada mañana Juan se levanta temprano, coge a Marta entre sus brazos y se dirige hacia el ventanal del salón. Aparta las cortinas y ambos observan como surge el sol del mar, los primeros rayos del sol entran poco a poco acariciando sus mejillas. La estancia se ilumina de luz y color.

Juan respira hondo, besa a su hija y da las gracias por disfrutar de otro día soleado. Atrás quedaron los días en que los nubarrones siempre estaban presentes en su mente.

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