Solo la sangre asegura residencia. Nosotros habitamos la nuestra. De par en par, con su geografía, sus colores y contrastes, sus aromas, sus costumbres…

Hoy transito con el mando de nuestra historia. Lo voy a buscar. Lo traigo, despacito para que se siente en mi recuerdo.

Ernesto se llamaba. Mi padre. A pesar de que no contaba con una extensa formación intelectual, siempre se las arregló para que yo entendiera todo. Con sus escasos recursos, pero con una voluntad a manos llenas, supo donde librar cada batalla. Así fue. El devenir de los años le concedieron la razón.

Hay momentos que no se desprenden de la memoria. Están ahí, para volver a vivir aquello que nos constituye, que ensambla cada pedazo de nuestro ser.

Recordar a mi Padre pulseando a diario, con sus circunstancias , con la certeza de la talla de su muralla. Aprendiendo a saltarla. Me dejo su orgullo, para enderezar la frente y acomodar el alma. Para guardar esa baraja, y en algún temporal de flaqueza, jugarla.

Época singular aquella en donde, por las noches, cenábamos juntos luego de mi regreso de la universidad en donde estudiaba medicina. Se nos había hecho costumbre, casi un ritual. Siempre me esperaba con la mesa servida, aún si me demoraba. Habíamos adoptado esa costumbre al poco tiempo de la muerte de mamá.

Comíamos. Cruzábamos algunas palabras para equiparar silencios e intenciones. Luego levantaba los platos para dejarme la mesa limpia para que pudiera estudiar. Me daba un beso y se retiraba a su cuarto a descansar. Al otro día lo esperaba otra vez el puerto.

Mi padre no fue un hombre de muchas palabras, ni de sonrisa completa, debo reconocer que se esmeraba para retacear la alegría, un poco por su rigidéz , otro poco por información.

Como olvidar esas noches, entre tanta fisiología, anatomía… Escuchar en medio de la noche el “click” de la perilla del velador de su mesita de luz. El se levantaba para ir al baño, y en ese recorrido apoyaba su mano sobre mi cabeza y seguía su trayecto, de regreso, repetía el gesto.

Y el “click” nuevamente. La oscuridad.

El verme en esa mesa, con los libros, una taza de café, y algún que otro bostezo , era su batalla.

En ese gesto de cada noche, supo redoblar la voluntad para levantarse al día siguiente.

Recuerdo el día que me gradué. Me miró fijo, con los ojos humedecidos, y en un abrazo me dijo a los oídos, – Lo hiciste !!, a lo que le respondí; -Lo hicimos !!.

Aprendimos a sostenernos el uno al otro. Una pulseada compartida.

Aún conservo su velador, ahora, en la recepción del consultorio, y juro, que algunas tardes, cuando mi secretaria se va, y los pacientes regresan a los hogares con sus diagnósticos, vuelvo a escuchar en soledad ese “click” . Volver a recordar su mano sobre mi cabeza. Darme cuenta una vez más . Estaba todo ahí.

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