El mar, como consuelo.

El mar, como consuelo.

María Marí Roig

09/12/2016

Catalina salió de la casa sin mirar atrás. Una ráfaga de aire frío la hizo tambalear. Aturdida, se vio envuelta en una multitud apresurada por llegar a casa antes del anochecer y, poco a poco, fue perdiendo la noción del tiempo… Calles oscuras y vacías. A lo lejos la sirena del barco anunciando la salida. Debía embarcar rápidamente, de lo contrario pasaría la noche envuelta en sombras. No sabía qué dirección ni qué calle tomar. ¿Dónde se había escondido toda la avalancha de gente? ¿Qué hora era? ¿Dónde estaba?. El silencio, la única respuesta. Empezó a gritar desesperadamente y en el unísono del chirriar de las ventanas escuchó una voz:

__Señora, ¿qué le pasa?

__Por favor, indíqueme cómo ir hacía el muelle, debo coger el barco que avisa de su partida.

Alguien la llamó desde una esquina y con pasos rápidos la arrastró dentro del barco que ya empezaba a zarpar.

Atrás dejaron calles desordenadas, estrechas y arañadas aceras sosteniendo casas caídas en letargo por la monotonía. Palpitaba el insípido y lento caminar de la historia del lugar como un punto detenido en medio del mar; una isla casi desierta y olvidada. El castillo y las murallas se alzaban como protectoras frente a la barbarie de un periodo vasto y convulso. Y en los muros de aquella vieja morada se imprimieron las palabras y las voces que jamás olvidaría…

No era infrecuente que la campanita de aquella casa sonase cerca del alba. Y las mujeres que madrugaban para oír la primera misa comunicaban la novedad con frases patéticas.

Años 20. Catalina era una mujer todavía joven pero prematuramente viuda y con un hijo de 20 años. Vestida permanentemente de negro, no había sonreído desde el trágico accidente en que falleció su marido, hacía cuatro años. Sin embargo, aquel domingo amaneció con un especial brillo en los ojos. Los colores de la primavera y el azul del mar reflejados en el techo de la habitación le invitaron a salir de su encierro.

Peinó su abundante melena cuidadosamente y aparcó su vestido y pañuelo oscuro en señal de luto. Desde el armario entreabierto, el vestido de seda color turquesa le provocaba. Se lo puso temblorosa y a la vez firme, como si quisiera romper una promesa con la sociedad cerrada de la época, con las tradiciones y con el miedo a las miradas justicieras.

Tenía la tez clara, labios finos y sonrientes. Ojos grandes y verdes, y una mirada tranquila que le confería serenidad y belleza. Un lazo blanco recogía su larga trenza. Un sombrero le protegería del sol. Debía caminar una hora hasta la iglesia más próxima donde seguramente se encontraría con otros jóvenes del pueblo. Su corazón saltaba fuertemente mientras empezaba el trayecto. La brisa del mar le sonreía.

¡Desde la ventana de la habitación contigua, su hijo le acechaba con ojos castigadores¡

Cuando acabó la misa los murmullos de la gente la dejaron sola. Empezó el regreso a casa casi corriendo, pero una voz la detuvo:

__Catalina, buenos días, ¿puedo acompañarte?.

Un joven rubio y apuesto se le acercó. Juntos, caminaron y hablaron hasta su casa.

Aguardando desde el mismo sitio, a su hijo se le nubló la vista: ¡NO PODÍA SER, su madre era una desvergonzada, cómo se atrevía¡

Un día y otro Catalina acudía a la cita con Matías. Las murmuraciones de la gente sembraron un revuelo en el pueblo. Y un nubarrón de críticas empañaba su entorno. Por la noche, las pedradas de jóvenes chulescos sobre su ventana con risas de burla y los gritos llamándola puta, la mantenían en vela.

En lugar de amilanarse, a Catalina todos estos hechos le dieron más fuerza. Una noche abrió las puertas de par en par y la emprendió a garrotazos con los chicos que merodeaban su casa:

__¡Pedazo de imbéciles, iros de aquí o no dejaré títere con cabeza¡

Sorprendidos por una reacción inusual en una mujer, desaparecieron todos con el rabo entre las piernas.

__ ¡Te has vuelto loca madre¡ Encima que me dejas como un tonto, eres la vergüenza y la comidilla del pueblo. Como no te apartes de este hombre no permitiré que entres más en esta casa. No te olvides que soy el heredero y puedo hacer lo que quiera, así que te verás en la calle. Y dejarás de existir para mí y el resto de la familia.

__¡Qué diablos hijo¡ ¿Pero qué te has creído? ¡Que hablen¡. Tienen envidia y poco trabajo. Estas tierras abandonadas a la suerte no dan lugar para ocupaciones interesantes ni para abrir la mente de las personas. No soportan que una mujer joven y viuda pueda ser feliz. Ni tú ni nadie podrá disuadirme. ¡Y recuerda: tú no tienes la fuerza necesaria para prohibirme entrar y salir de esta casa¡

La mirada fija y exhaustiva de Catalina sobre una mano levantada de su hijo, con el brillo de odio en los ojos, aplacó su ira para siempre. El rugido de las olas luchando contra el acantilado presenció el silencio que vino a continuación entre madre e hijo…

Y así se instaló el mutismo entre los dos.

Pasaron los meses. Un día Catalina se dio cuenta que estaba embarazada. Decidió hablar con Matías y este mostró su cobardía y desapareció para siempre.

Sabía que este acontecimiento no se lo perdonaría nadie y que la soledad de la isla sería su único consuelo. Los nueve meses de gestación los pasó encerrada en la casa, envuelta en la mirada desdeñosa de su hijo.

Aquel día aciago de invierno, después de entregar a su hija recién nacida al único hospicio (Inclusa) de la isla vecina, Catalina subió desolada a la embarcación, casi a empujones de su hijo.

El viento arreciaba, los golpes de las olas y la estela blanca sobre el mar descargaron toda la tormenta de lágrimas que había en su interior…

A escondidas de todos, viajó de isla en isla, el resto de su vida, para encontrarse con su hija.

FIN

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