Uchida y su hijo vivían solos en un pequeño piso en el centro de Tokio. No siempre fue así. Hasta hace dos años también compartían su vida con la esposa de Uchida, fallecida hace unos meses tras una larga enfermedad. Hiro, pues así se llama el niño, contaba con sólo tres años. Ahora tiene cinco, y recuerda mucho a su madre. Su sonrisa, sus caricias, su olor a peonías. Y la echa de menos. Uchida trata bien a su hijo, pero ya no le hace carantoñas, ni le lleva de la mano al parque a jugar en los columpios mientras, de camino, le compra unas golosinas.
La vida de los dos ha cambiado poco a poco. Uchida trabajaba en unas oficinas de una transnacional de logística en el barrio económico, con grandes rascacielos flanqueando las vistas desde su cubículo, que tenía decorado con un par de fotos de familia y una pequeña planta, sin transgredir las normas de la empresa sobre objetos personales en el espacio de trabajo. Todos los días vestía su pantalón ejecutivo y camisa blanca, con chaqueta en invierno y sin ella en verano. El maletín negro, exactamente igual al de cientos de trabajadores que cogen el metro cada mañana, completaba el cuadro.
Tras perder a su esposa se encerró en sí mismo, cada día un poco más. Dejó de pasar por la tienda de la esquina donde compraba una flor cada martes y saludaba con una sonrisa a la tendera. No hablaba con los compañeros, no acompañaba a su sección a tomar unas cervezas cada viernes al terminar la jornada. Sus colegas veían cómo Uchida estaba cada vez más ido. Su trabajo, pulcro y minucioso hasta entonces, empezó a resentirse. Informes incompletos, ausencias injustificadas de un par de reuniones. Y lo que finalmente le condenó: una mala contestación a su superior, inaceptable. En mitad del invierno, fue despedido y enviado a casa sin más contemplaciones. Tuvo poco que recoger en su cubículo, porque las fotos las había arrojado a un cajón y la planta se había marchitado hacía tiempo.
Hiro, el niño de cinco años, había crecido jugando con los juguetes que le compraban sus padres, pero sobre todo con los que hacía su madre, artesana de oficio de madera y bambú. Su preferido era un guerrero samurai de madera con los brazos articulados y dos katanas, protector de Aoki, la muñeca vestida con el tradicional kimono a la que había que salvar del malvado emperador. Kenshin, pues así se llamaba el guerrero, se rompió poco después de la muerte de su madre. Y como no había nadie que lo reparara, terminó guardado en el baúl de los juguetes junto a Aoki, sin brazos y con una sola katana.
Ese baúl estaba cada vez más vacío. Sin un trabajo que engordara la cuenta corriente de Uchida, cada vez había menos dinero para comprar juguetes. Uchida llegaba a casa y cogía la botella de barro de cuello largo que guardaba junto al altar frente al que rezaba en honor de su esposa muerta, donde había dejado el anillo de casados. Muchos días, ni siquiera preparaba la cena, porque se quedaba sentado con las piernas cruzadas, la barbilla pegada al pecho y, agarrado con la mano derecha a la botella, se sumía en un sopor etílico hasta el amanecer del día siguiente.
Con la llegada del calor del verano, Hiro descubrió un nuevo juego. La limpieza tampoco era importante en la nueva vida de Uchida, y aunque el piso era pequeño, la suciedad se acumulaba. Sobre todo en la cocina, con el olor a comida descompuesta que se quedaba alguna vez junto a los fogones. El niño descubrió que, si daba un fuerte golpe en los armarios de la cocina, multitud de cucarachas salían despavoridas subiendo por la pared en una frenética carrera por escapar del terremoto. En esos breves segundos, el niño lanzaba ambas manos y aplastaba cuantas se ponían a su alcance hasta que la carrera de bichos terminaba. Entonces, contaba los cadáveres y los apuntaba en un cuaderno muy pequeño que guardaba a los pies de su cama. Su mejor puntuación eran doce cucarachas aplastadas, que consiguió al día siguiente de su quinto cumpleaños. Después recogía los restos que podía y los echaba a la basura.
La primera vez que Uchida vio cómo se divertía su hijo no se detuvo a decirle nada, siguió su camino hasta el altar donde le esperaba su mujer, encendió una varilla de incienso, juntó las manos con una fuerte palmada y a continuación se abrazó a su botella de cuello largo. Una vez más, se durmió con la barbilla pegada al pecho.
Días más tarde vio otra vez a Hiro jugar con las cucarachas y se fijó en lo mucho que reía. Por primera vez en mucho tiempo vio realmente a su hijo. Entró en la cocina y hojeó la libreta de Hiro, que estaba sobre la encimera. Miró a su hijo y después a la hilera de manchas que habían quedado en la pared.
—Hiro —dijo Uchida.
—¿Sí, padre? —respondió Hiro.
—Prepárate.
Uchida se arremangó la camisa hasta los codos, cerró los ojos y volvió a abrirlos con determinación en su mirada. Se acercó a los armarios, armó el hombro derecho y propinó un empujón a la cocina que hizo retumbar los tarros de cristal que coronaban el par de estantes junto al frigorífico.
—¡Ahora! —gritó Uchida.
Hiro se puso en pie como un rayo, se colocó junto a su padre y juntos acometieron la tarea de acabar con el ejército de cucarachas. ¡TA TA TA TA TA TA TA TA! El golpeteo de las palmas de las cuatro manos sobre la pared asemejaba una ametralladora disparando hacia las trincheras enemigas. Cuando ya no quedaba ni una se miraron uno a otro y rompieron a reír.
Uchida cogió la mano de su hijo y le preguntó si le apetecía ir a jugar a los columpios.
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