La célula cancerígena

La célula cancerígena

Javier Vidal

31/10/2016

Fecha incierta, quizás 1983. Padre ya no está entre nosotros. Madre va bien pero en realidad, desde que murió padre, se ha alejado de la tierra y hablar con ella consiste en sostener el teléfono con las palmas de las manos frías mientras las conexiones neuronales del cerebro se concentran en lo sumamente horrible que resulta el gotelé del salón de mi nueva casa. Bueno, en el momento en que fue tomada la fotografía era lo más y no la mejor manera de tapar las imperfecciones de la pared que es, al fin y al cabo, el mismo método utilizado por la memoria: un pintor que nos recuerda que el pasado fue cojonudo y que por el momento es lo único que tenemos así que más nos vale aceptarlo. Y si no, son 35 euros el metro cuadrado.

Fotógrafo desconocido. Podría ser cualquiera de mis 23 primos mayores que andaban jodiendo la vida a sus padres, mis tíos, durante ese mes de verano en Galicia. Todos están vivos y creo que ninguno de ellos tiene trabajo estable por lo que sus padres, mis tíos, estarán igual de jodidos con el agravante de la artritis.

Ese chaval tan guapo soy yo ( cierro los ojos con todas mis fuerzas hasta que mis párpados se solapan sobre mi frente. Una manía que arrastro desde entonces). ¿ Soy yo?……..y realmente no me reconozco. Es rubio, yo moreno. Parece feliz, yo me lo trabajo cada día. Tiene todos los dientes ilesos y en cambio, mis actuales maxilares inferiores 31, 32 y 41 están rotos por comer bocadillos de pollo sin deshuesar. Además, ese niño tiene una nariz chata, redondeada en la punta y en cambio esta hija de puta no para de crecer y crecer, al mismo ritmo que los pelos de las orejas. En cuanto a las ojeras……son la única herencia de mi padre. Orejas, ojeras. Suerte, muerte. Cuestión de letras.

Del coche me acuerdo perfectamente: «Con sus 3,59 metros, era un vehículo de amplio habitáculo con un aprovechamiento récord del espacio (80% de superficie habitable), y que posteriores rivales de otras marcas intentarían igualar. Hacía gala de unas mesuradas dimensiones que lo convertían en un vehículo manejable en ciudad y cómodo en carretera». Publicidad de la época del Seat 127. Me fascina que tenga una palanca a la derecha del volante del mismo color que mi pelo.

El espectro. Así es como llamo a eso que parece ser una toalla azul, blanca y roja, ¿ una bandera francesa? o tal vez una bolsa de supermercado de esas que podrías encontrar perfectamente en una tienda de Malasaña un 31 de octubre de 2016 por 45 euros. Parece suspendida sobre el tronco del árbol pero, ¿ cómo? Es difícil asegurarlo por culpa de la luz, que crea un bonito juego de trapecios irregulares en el cristal del salpicadero.

El olor. Eso lo tengo clavado entre la parte superior de mi pituitaria y la espalda baja del hipocampo. Huele a mar, a una mezcla de sal y pintura desprendida de viejo barco encallado frente a «Las Casitas», unos bloques cuadrados de viviendas construidas por el padre del padre de mi madre. Y el olor a bacalao en salazón de la fábrica situada a apenas unos metros de distancia, la misma que sigue vertiendo mierda a través de una cañería que desemboca en medio de la ría. No se aprecia desde este ángulo pero si fuéramos capaces de sentarnos junto al niño, veríamos el cartel luminoso de la entrada reflejado en el retrovisor.

Mis hermanas. No salen y es raro. En el mueble de mimbre de la habitación de mi madre hay un montón de fotos de ellas dos juntas porque yo, al llegar a los 12, me negaba a salir si mi pelo no estaba lo suficientemente perfecto y ellas, tan rubias, tan jóvenes, de ojos tan verdes y mucho más bronceadas, monopolizaban la atención de mi familia. Si, la célula cancerígena de la la sociedad moderna, la misma que te acoge entre sus brazos para después liofilizarse cuando alguno de sus miembros decide dejar de respirar. De un cuerpo intacto, pasa a ser otro sin cabeza y después ese mismo cuerpo sin piernas, con el paso del tiempo, se reduce a una masa viscosa de carne y sangre con forma de eucariota que arde sin dejar más rastro que el de las fotos conservadas en muebles de mimbre y que esperan ser descubiertas por mujeres de las limpieza, agentes de la propiedad o en este caso, por hombres de 36 años que no quieren volver a ser niños y sin embargo, echan de menos el olor de ese verano, la pesca con liña y los días en los que vivir se reducía a desayunar bajo la parra y jugar dentro de coches sin cinturones de seguridad traseros ni airbags.

¿ Es posible que una sola persona pueda formar una familia?

Miro esta foto por última vez y me digo que sí, que es posible….. y me echo de menos.

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