De mi papá nunca quise saber nada. Cuando se fue y nos dejó solos me limité a olvidarlo, o a odiarlo si lo recordaba. De mi abuelo, en cambio, siempre quise saber más. Él era un hombre callado, inútil al momento de contar historias. Cuando empezaba una anécdota mis tíos lo interrumpían y, desesperados, apuraban el final. Es que hablaba como caminaba, muy lento y con unas pausas inexplicables. Podía ir en mitad del patio y se quedaba quieto, mirando las hojas del pino enano o alguna sombra entre las ramas del patevaca, o fijo a la pared, o al alero del techo, o al nudo de la hamaca. Yo me quedaba viéndolo a él, buscando su mirada, buscando eso que él veía entre las matas o en el mugre de la pared, o en el pasto frente a sus botas. Y nunca encontraba nada.
Tenía un dedo mutilado, el dedo índice de la mano izquierda. Yo siempre le preguntaba qué le había pasado y lo único que hacia era meterse el pedacito que le quedaba por la nariz, lo movía como si estuviera hurgándose el cerebro y me respondía «todavía lo estoy buscando». Se reía y ya no decía nada más, así yo le siguiera preguntando toda la tarde. Por las noches se sentaba en la mecedora y se arropaba con su ruana. Mataba zancudos con el mismo periódico amarillento y viejo, que ya estaba tieso de tanto uso. Los bichos llegaban por enjambres desde la laguna y el empezaba a cabecear al tiempo que meneaba su mosquitero. Golpeaba sus propias piernas, sus brazos y los cadáveres de los insectos le quedaban aplastados, a veces enredados en las motas de la ruana.
El día que murió, mamá lo encontró envuelto en una sábana. Como listo para que lo sacaran los de la funeraria. Sufrió mucho dolor, eso creíamos, pues nunca se quejó. Se murió de la misma forma en que vivía, lento y callado. Una semana después de la última novena de su velorio, mi mamá nos levantó temprano. Mi abuela ya estaba lista en la cocina, con aguadepanela caliente y una arepa con muy poquito queso. Tenía el mismo vestido negro de las últimas semanas. Desayunamos y salimos. Afuera todavía estaba amaneciendo. Empezamos a caminar hacia el cerro de las tres cruces, mi mamá llevaba una mochila a la espalda.
Cuando llegamos a la cima mi abuela estaba roja del cansancio. Le pidió tiempo a mi mamá para coger alientos y se quedó viendo la laguna como el abuelo veía las matas. Después de casi media hora se levantó y sacó de la mochila un tarro plástico en el que se podía leer Frida, manteca. Cómo me hace bregar, mijo. Le habló al tarro como si fuera el abuelo. Nosotros estábamos asustados, habíamos caminado más de dos horas y casi todo el tiempo en silencio, siempre callados, esperando a saber qué estaba pasando.
La abuela abrió con cuidado la tapa verde del tarro y fue regando el polvo, que no caía al piso sino que se arrastraba por el viento, como atraído por la laguna, pero perdiéndose entre la montaña, entre más pinos y patevacas. Toño fue el único que lloró, pero fue un llanto silencioso, como sorpresivo. De hecho, en el momento en el que mi mamá nos pidió voltear a verla para tomar la foto, el estaba mirándose las lágrimas que se recogía con la punta de los dedos. Luis Alberto en cambio mira hacia el lugar a donde las cenizas habían volado. Yo sólo veo a mi mamá, que tampoco pudo llorar o entender por qué el abuelo le había pedido todo esto.
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