Ésta es una fotografía del año 1913 de mis abuelos paternos, inmigrantes italianos como tantos otros, y de sus siete hijos varones nacidos en Argentina. No importan mucho los nombres de cada uno. Basta con saber que mi padre, Ricardo Roque, es el bebé que está en brazos de mi abuela italiana, y que esta imagen tan arruinada corresponde al día de su bautismo. Siempre me gustó cómo reluce su blancura junto a la ropa oscura del resto de la familia. El séptimo hijo varón. En Argentina los séptimos hijos varones son ahijados del Presidente de la Nación, como una protección mágica a raíz de la creencia de que el séptimo es hombre lobo. Así, mi padre era ahijado del Presidente Roque Sáenz Peña.
Pero en esta fotografía no son relevantes los personajes que están presentes, sino uno que falta. Porque haría un descubrimiento extraordinario a mis once años de edad, que me conmocionó.
Desde siempre me había gustado hurgar en el «altillo de las cosas viejas». Mi curiosidad era infinita. Cansaba a mis padres con preguntas y más preguntas sobre todo objeto o personaje que encontrara por ahí estampado, y como mi abuela Tita había vivido con nosotros mucho tiempo había cajas con sus recuerdos, como rosarios, estampitas, cartas, fotografías o postales que ella guardaba, incluso los dientecitos de leche de sus hijos. Mi padre nunca hablaba de la historia de sus padres -o porque no sabía o porque no quería- por lo que conocíamos muy poco de la procedencia de mis abuelos, de su vida en Italia, sólo que habían venido de Calabria y que mi abuelo trabajaba en la construcción. Por ese motivo es que me encantaba leer las postales y las cartas que mis tíos ya grandes, le habían escrito a mi abuela, para enterarme de alguna cosa interesante, grandiosa, influida tal vez por la lectura de tantos libros de aventuras. Nunca encontré una carta escrita en italiano, por lo que más adelante deduje que no se escribía con parientes italianos, cosa que siempre me extrañó.
Corren los primeros años del siglo XX. Es una tarde apacible de marzo. El verano languidece y ya caen las primeras hojas de los árboles. El sol, opacado por las cortinas, entra por la ventana del comedor de una casa tipo chorizo en el centro de Buenos Aires de una familia de inmigrantes italianos.
En una oportunidad encontré una especie de cofre, que estaba no diría escondido, pero sí apartado del resto de las cajas. Al abrirlo sentí como un escalofrío. Había un guardapelo dorado con un mechoncito color castaño, una medallita de la Virgen María y algo negro, seco y retorcido, espantoso, que luego supe era el resto del cordón umbilical que se desprende a los pocos días de nacido un bebé. En el fondo, había una fotografía de una beba preciosa que jamás había visto, en cuyo dorso decía «Catalina Villella». Como siempre se hablaba en la familia de los siete hijos varones, y que mi padre era el séptimo, me llamó poderosamente la atención encontrar un retrato de una beba con nuestro apellido. Inmediatamente bajé y comencé a preguntar a mi madre de quién se trataba. Lo primero que recibí fue el reto por estar hurgando en «cosas que no son adecuadas a tu edad», y luego las evasivas, «no sé quién es», «son cosas de tu abuela», «pregúntale luego a tu padre».
Acaban de terminar de almorzar y ya la madre ha lavado los platos y la cocina. El padre y los dos hijos mayores trabajan. Otros dos están en la escuela y los demás juegan en el comedor. La madre ahora teje algo con lana color rosa. Dormita de a ratos. Luego de tantos hijos varones, está muy feliz, tiene por fin una niña, la princesa de la casa.
Mi padre comenzó con el mismo reto y las mismas evasivas. Pero más tarde, cedió. La beba era su hermanita que había muerto no sabía bien de qué, antes de que él naciera.
¿Pero por qué nunca nos habían contado de esta hermanita, de esta tía que apareció de repente, de la nada? Yo sospechaba que nos ocultaba algo más. ¿Qué tenía de tenebroso que en esa época un bebé muriera de alguna enfermedad, como gripe, difteria, pulmonía, o cualquier otra, que no podía contarse?
Esa beba duerme plácidamente en su cuna cubierta de tules blancos en una habitación contigua. Recién termina de mamar y su madre ya le cambió los pañales, por lo que está muy satisfecha. Quién sabe qué sueña. Nadie ve al niño salir del comedor y esconderse detrás de la cuna. Lleva algo en sus manos. Nadie imagina que ese niño quiere imitar a su padre.
Pasaban los días, y no lograba que me contaran qué había pasado con la beba. ¡Miraba la fotografía y me daba tanta tristeza! ¿Qué tiempo tendría, un año o más? ¿Cuánto más habría vivido después de ese retrato? ¿Un mes, dos? Además, el hecho injusto de haberla ocultado era como si hubiera muerto dos veces.
Por fin, cuando ya éramos más grandes, mi padre confesó la verdad. Y entendí por qué no quería que la conociéramos. Y entendí por qué mi abuela, quien murió cuando yo tenía cinco años, tenía esa tristeza en la mirada.
Ese niño está a punto de provocar una tragedia, pero aún no lo sabe. Abre la caja de fósforos y prende uno. Con la otra mano sostiene el cigarrillo. Lo enciende. Nadie huele el humo del cigarrillo. Ni su madre ni sus hermanos. El fósforo encendido cae de su mano, y antes de que el niño pueda reaccionar, el tul que envuelve la cuna se incendia, y cuando la madre entra corriendo al oír los gritos, ya es una bola de fuego.
Nunca supimos quién fue el de la travesura. Mi padre aseguraba que él no sabía tampoco, después de todo era el menor, tal vez no quisieron decirle, aún no había nacido cuando ocurrió la tragedia… ¿O sí?
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