Al segundo apellido de Nicolás le han colocado mal dos letras. En lugar de Fernández pone Fenrández, pero Yolanda está demasiado enojada para darse cuenta del error, tan fuera de sí que no repara en las hojas secas que salpican el mármol, ni en los daños que los cerca de dos meses transcurridos desde el entierro han causado a la corona, donde todavía puede leerse: «Tu esposa no te olvida». La mira con extrañeza. Un extremo de la banda está enrollado en un macetero enorme que decora los pies de la sepultura contigua, pero todos los pormenores le pasan tan desapercibidos como las dos calvas que le salieron hace días, por las que sus dedos transitan irreflexivos, sin advertirlas.
—¿Cómo has podido hacerme esto, Nicolás? Tú tenías que saberlo… Ahora mismo te mataba sin que me prometieras nada a cambio. —Suelta la frase como si atribuyese a las palabras el poder de un amuleto, como si el énfasis puesto al vocalizarlas fuera a proporcionarle consuelo, una vez pronunciadas—. Eres un cerdo, Nicolás, un auténtico cerdo. —Lo dice con la bravura que suelen mostrar quienes, en un momento dado, son conscientes de lo fácil que a otros les ha resultado lastimarlos—. Tú lo sabías. Me engañaste desde el principio. Yo tampoco he cumplido, pero…, no vayas a comparar, ¿cómo íbamos a prever que acabaría enamorándome de ti? —Dice esto último dando un hipido. Se sienta en el saliente de la tumba colindante, un poco girada hacia el lado contrario, azorada por lo que acaba de manifestar en voz alta y por su falta de control sobre las lágrimas.
En lo que a ella se refiere, las cosas se torcieron en cuanto descubrió que Nicolás no era tan insoportable como, a primera vista, le había juzgado. Enseguida se dio cuenta de que era extremadamente detallista. Día a día se fueron sumando grandes pequeñeces, por las que, poco a poco, le quiso mucho. Al principio, cuando aún podía valerse, la cuidaba más que ella a él, la mimaba desde que ponía los pies en el suelo. Cada mañana le preparaba el desayuno: tortilla, café, y macedonia de frutas que pelaba y troceaba silbando el himno del Atleti de Sabina, cantando siempre la misma parte del estribillo:
Qué manera de aprender,
qué manera de sufrir,
qué manera de palmar,
qué manera de vencer
qué manera de vivir.
La fragilidad de su voz llenaba la cocina de un alborozo triste, del melancólico desdén en el que acordonaba la cuenta atrás con una expresión jovial, la antítesis de sus rasgos hundidos y del cuerpo desfigurado por la medicación que ya no tomaba. La dejó el mismo día que se conocieron, la noche que ella le acompañó a casa con la naturalidad de quien ha vivido anteriormente una situación similar.
—Este sería tu cuarto —dijo él.
—Aquí podría dormir Karen conmigo. Y Daniel y Alan en la otra habitación. Dijiste que tienes tres habitaciones, ¿no? —contestó ella, sin tener aún claro si aceptaría o no.
—Por el sitio no te preocupes. Para cuando tengas aquí a toda la familia, yo me habré marchado. Las dos pequeñas se apañarán bien en mi dormitorio. Es amplio, ahora lo verás.
Un trabajo. Le había salido un buen trabajo. Tenía experiencia. En su país había trabajado de enfermera en un hospital. Sabía cuándo y cómo provocar el final del sufrimiento. Aquella noche hablaron de ello durante horas. Él tenía contactos. Alguien le suministraría los medios. Y también conocía a gente dispuesta a dejarse convencer para agilizar los papeleos de la boda y el traslado de los niños. Todo quedó planificado. Él le hizo jurar que, bajo ninguna circunstancia, avisaría a su hija ni a la madre de su hija, con las que apenas había convivido un año, aunque nunca se había preocupado de poner fin oficialmente a la relación. De tarde en tarde, las veía, pero ahora pediría el divorcio. En cuestión de días, la boda quedaría resuelta. Tenía amistades en varios juzgados. Le harían el favor. ¿Qué mejor contrato podría ofrecerle?
Vuelve a rascarse la cabeza, donde están hacinados los recuerdos de sus cinco meses con Nicolás. Mayo fue duro. Junio mucho peor. Los últimos días de julio, un calvario para ambos. Ya no hablaba. Sin embargo, la seguía constantemente con la mirada, apremiándole a acabar. Ella pronunciaba frases inconexas, como para coger carrerilla y decirle de una vez por todas que no podía hacerlo. Le besaba, le acariciaba desde la cabeza hasta los pies, en un intento vano de aniquilar ese frío que no conseguía deshacer el secador del pelo ni el saquito de semillas que calentaba en el microondas, y que iba cambiándole de zona, tan pronto como notaba que la piel se le enrojecía. El peso de las mantas le incomodaba. Nicolás era ya una réplica, a tamaño natural, del esqueleto en el que ella había estudiado el sistema óseo. Una vuelta. Otra. De día y de noche. A cualquier hora, se metía en la cama con él. Lo abrazaba, lo acariciaba de arriba abajo, y respondía con un teatral; «¡No! ¡No empieces, ¿eh?!» al conato de sonrisa fingida que se le dibujaba cuando detenía la mano en su colgajo lánguido, dentro de un juego de mentiras recíprocas. Hasta el último día, arrugaba la boca en una mueca burlona cuando ella intentaba apelar a uno de los instintos primarios con la esperanza de animarle a no soltarse de la vida.
Se pone de pie, dirige la mirada al frontal de la lápida, parpadea varias veces y concentra la atención distraídamente en el nombre.
—Tú lo sabías. Cuántas sentencias de divorcio habrás firmado. Sabías que ella se quedaría con tu pensión. ¿Quién va a poner en duda que vivías en su casa? Hasta sigues empadronado allí. Y a mí me dejan en la calle… ¿Cómo no lo ibas a saber? Qué cerdo has sido conmigo, Nicolás… ¿Pues sabes qué te digo…? Que ya se puede ir encargando ella de arreglarte el apellido. O tu hija.
F I N
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