–¡Se están llevando las piezas! ¡Están llevándosela a trozos!
La que habla es mi mujer. Desde hace más de un mes la moto se ha convertido en uno de nuestros temas principales de conversación. No sabemos cuanto lleva aparcada en ese carga y descarga, tampoco quién es el dueño o por qué la policía no se la lleva, estando como está mal aparcada.
–Se la están llevando a cachos, ¿te lo puedes creer? –insiste.
Yo no levanto la vista del ordenador. Estoy repasando unos planes contables. El perro viene a saludarme mientras ella guarda la correa. Casi siempre saca ella al perro, así que supongo que por eso está tan interesada en la moto. A ninguno de los dos nos gustan las motos, pero nos gusta tener el barrio limpio, aunque a veces se nos caiga algún papel al suelo. Y nos hagamos los locos con las cacas del perro cuando no llevamos bolsas, sólo si es muy tarde y no hay nadie por la calle. Pero lo de la moto clama al cielo. Un mes aparcada en un carga y descarga. Sobre todo porque yo aparqué tres días por error en el mismo sitio y no me pusieron ni una ni dos multas, sino tres, una por día. Cada vez que menciona la moto yo me acuerdo de las tres multas. Sesenta euros cada una, tres cargos iguales que estuve viendo en la cuenta cada vez que miraba. Reviso la cuenta bancaria todos los días, por lo de los robos de la tarjeta.
–¿Quieres un té?
–No, gracias, acabo de tomarme un café –respondo.
–¿Qué te parece? Lo de la moto.
–Pues no sé, la verdad es que me da un poco lo mismo, ¿no?
–Deberíamos hacer algo. Llamar a la policía o algo.
–¿Y qué les decimos?
–Pues lo que es, que llevamos mucho tiempo viendo la moto ahí, mal aparcada, y que alguien está empezando a desmontarla. Me voy a hacer un té. ¿Quieres uno?
–No, gracias, cariño.
El perro se ha tumbado a mis pies. Huele. Huele a perro, quiero decir. Se habrá metido en algún charco. Apunto en mi lista de tareas llamar al peluquero de perros para pedir cita.
–¡Me voy! –grita ella desde la puerta–. ¡Te veo para comer!
En cuanto se marcha me acerco a la cocina a prepararme el puto té. Mientras se calienta el agua me sitúo en la dirección donde sé que está la moto, unas calles más allá. Me siento como un musulmán mirando a la Meca. Tengo una hora antes de la llamada con Berlín. Me da tiempo. Me ducho, pongo el té en un termo y salgo a la calle.
Ahí está. Es enorme. No me imagino moviendo algo tan grande, ni mucho menos conduciéndola. Es de esas motos que se usan para grandes distancias. Para ir a los pingüinos. Se han llevado las dos maletas laterales y los embellecedores del lado izquierdo. Por lo menos que se note. No sé si a lo mejor han robado también algo de mecánica. En la zona del motor hay demasiado espacio. Como en esos muñecos de plástico que tienen todos los órganos dentro, si quitas uno parece que el resto están descolocados. El cuadro de mando está manchado de las gotas de lluvia marrón del otro día. Seguro que el dueño es un tipo grande que le gusta salir a pasear los fines de semana, a quemar gasolina. Su mujer o su novia irá detrás, de paquete, agarrada a alguna de las barras que se ven a los lados. Seguro que paran en bares de pueblo a comer bocadillos, con un botellín. No sé por qué, me los imagino con pañuelos al cuello. Ella lleva el pelo corto y tiene los dientes un poco amarillos de fumar. Él es enorme, brazos grandes, y casi no se puede abrochar la cazadora de motero por la barriga. Se ríen mientras brindan con los botellines.
–Creo que deberíamos llamar a la policía –Ella está a mi lado, no la he visto venir–. Antes de que terminen de desmontarla entera.
–Me parece buena idea. Esta tarde llamo.
–Me han despedido –dice ella, sin dejar de mirar la moto–. No me han dejado ni entrar a decir adiós a las compañeras.
–Tengo té –digo, alargándole el termo.
–Gracias, cariño.
La abrazo. Noto el cilindro caliente del termo entre nosotros. Lo dejo encima de la moto y la vuelvo a abrazar. El teléfono me empieza a vibrar. Los de Berlín. Rechazo la llamada.
–Hay que llevar el perro a bañar –le digo– si quieres, vamos juntos. Y podemos salir a comer por ahí.
–Me parece fenomenal –la oigo decir, apoyada en mi pecho. –¿No tienes que trabajar? –dice, mirándome. Tiene los ojos rojos y húmedos.
–Puede esperar. Antes tenemos que solucionar lo de la moto. Pero, ¿sabes lo que realmente me apetece?
–Dime.
–¡Un bocadillo de chorizo y un botellín!
–Pues mira, sí, ¡un almuerzo! –dice ella, riendo.
Cuando estamos en el bar me doy cuenta de que nos hemos olvidado el té encima de la moto, y no puedo hacer otra cosa que agarrarla de la cintura y besarla. Por la noche, paseando al perro, recordamos que no hemos llamado a la policía y vamos a ver la moto. No está. El termo tampoco.
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