Sweet child O´mine.
Cuando quiero sentirte cerca
le subo el volumen
a «Sweet child O´mine»
como tú hacías.
Y me viene instantáneamente
todo lo que fuiste
todo tu calor
y el verano de tu mano.
Bajabas la ventanilla
dejando pasar
la vida
exclusivamente para mí.
Y por ello odiaré
la radio
el coche
y tu sitio.
Por habernos dejado
sin consultarme primero.
Se me viene
tu sonrisa
el cigarrillo de después,
las cosquillas
en mi rodilla
a punto de pellizcarme
y mis ganas
de que pudieras hacerlo ahora.
Por salvarme tantas veces
de copiloto
y tripulante
en tu VIP.
Y nada
me queda
nada.
Estiro la canción
todo lo que puedo
porque me invertiste los papeles
ahora,
te la canto yo
y ni si quiera
sé
si me escuchas.
Pero yo a ti
siempre te escucharé.
Pasado.
Duele más
lo que pueda decir el pasado de nosotros
que aquello
que queramos decir nosotros de él.
Y ambas salen
del mismo tiempo
y persona.
Ninguna.
Te lo has preguntado unas
mil veces
y te has auto-contestado
con miles de respuestas más.
Y, sin embargo, solo
necesitabas escuchar una.
¿Cuántas razones más
le hacen falta a una herida
para dejar de sangrar?
No escuchar ninguna.
Nitidez.
Puedo desenfocar.
Mis casquetes
se pueden derretir.
Y que vengan,
todos los cambios
medio-sentimentales
y ojalá
peligro
de extinción propia
junto a ellos.
Desenfoco.
Y me apunto
mal
con todas las ganas
que me tengo.
Y al final,
me lo agradezco.
Perdonarme
por no quererme
bien
es
quererme
dos veces.
Y tres.
Y entonces
todo se siente
nítido.
Otra vez.
Boom.
Estoy tocando madera
a tu puerta.
Intentando
divisarte por la mirilla
para avisarte
de lo peligrosa que puede ser
la suerte
cuando en vez de pregar,
la accionas.
Cambios.
Lo peor de provocar un cambio
es darte cuenta
de lo que él
provoca en ti,
en tu vida
y en los pretéritos que la acompañan.
En saber que tu sitio,
se cede a otro
con mejor sonrisa
y de la misma mano
de la que tú ibas.
Lo peor es desear
deshacerlo
porque incluso él
está limitado en sí mismo.
Por ello,
lo que fue
dejó de ser
justo
cuando tú
lo decidiste.
Y ya no valen arrepentimientos.
Por algo se empieza.
Alguien
debería, alguna vez
tocarnos el claxon.
Plantarse, enfrente de
nuestro «yo»
inocente
y avisarnos
de que un roce
puede agrietar.
Por algo se empieza.
Bailar.
Quiero
sentir
que me tocan
al ritmo
que marque
la guitarra de «Los Ramones»
y sentir
que soy yo, ella.
Y que vibro
por mis cuerdas
compaginadas.
Quiero ver
mi baile
bailar,
bailar pegados.
Te quiero a ti también,
siendo guitarrista
y más que bailarín
atrevido.
Lo suficiente como
para sacar a bailar
las ganas
de no querer hacerlo,
o si,
pero un tango
sobre el filo
de mis
manos
desatadas.
Quiero una nueva versión
brava
y más viva
de la última canción.
¡Qué nos la toquen!
Y que yo
te la dedique
sin tener que apuntarte
con el dedo,
pero sí
con la mirada.
Cerezo.
Estás en boca de todos
y todos te quieren rimar.
Eres como un trabalenguas
que estira
de la mía,
y prefiero no abrir la boca
por si las moscas,
por si tú.
Ni rimamos,
ni somos prosa desdichada,
ni soy cerezo
ni tu tienes el poder
(ser mi primavera)
del que hablaba Neruda.
Pero es mi lengua
la que al final,
de todo tu precipicio
de cada uno de tus principios,
se enreda con sandeces
que dominas a la
imperfección.
Ciencias aplicadas a ti.
Estás perdiendo
la cabeza
y yo
su entendimiento.
La lógica
se nos escapa
de toda la química
y por eso
nunca vamos a agotarnos.
Sin odio.
Ojalá se te vayan
las dudas
y los dedos
por el mismo camino.
El camino que ya
recorrí.
Lo más peligroso de todo esto
fue que no quisiste
que me fuera.
Y yo sin odio
no encuentro razones
por las que no deba
quedarme.
Directo.
Quisiera escribir algo
que llegara tan lejos
como nuestro final
y quisiera hacer de ti
algo mío
sin necesidad de utilizar
en ninguna:
segundas partes
ni determinantes posesivos,
no sé si me entiendes.
Salvando el mundo.
Al separarnos
gasto un minuto
en ti
y siento
que estoy salvando el mundo.
Equilibrio.
Ahí me di cuenta.
No te veía
en la meta.
Ya no iba a ti
en cada éxito
ya no eras
mi premio,
y la victoria
la brindaba
únicamente conmigo.
Y que solitario
y romántico.
No eras “a quien”
eras
“el que”.
Ya no te buscaba.
Y ahí,
el equilibrio
no tendía a regularse.
Mi parte
descompensada
era de mi incumbencia
porque
no quería
huecos
ni había cabida
para tu amor.
Y tu amor
sabía
que no era
de peso.
Balance resuelto
e injusto,
para ti.
Y lo siento,
pero no,
ya no,
ahí lo sentí.
Dura y pura.
Me he sido
más infiel a mí que a ti,
no tocándole
ni un pelo,
pero
soñando
con tocarle el corazón
y eso, poéticamente
es lo que más duele.
Poesía pura
y dura.
Razones.
Que todas las razones que me des
sean que en esta matemática
tendemos al infinito.
Que todas las razones que yo te dé
sean que en estas letras
se lea tu nombre tan bien
como tus apellidos,
y no entre líneas.
Que todas las razones que encuentres
pesen tanto como para no ir a buscar más.
Que a mi me baste con darte una
y que esa una valga por dos,
estadísticamente hablando.
Que te quiero quitar el polvo,
que me quieres adornar los días
que vamos a limpiarlo todo de dudas
y luego
nos servirá con que quedemos nosotros
siendo nosotros
juntos.
Honestamente.
Hay momentos que le realentizan a uno mismo
hay veces que se entrecorta
lo que uno quiere
con lo que uno debe.
Hay veces que el aliento
dá de sí
tanto como nuestras propias decisiones
y es ahí cuando ya no queda nada
que querer decir.
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