Escarabajos en mi cuarto
Hay días
de más de veinticuatro horas
en los que me veo por fuera
y siento ser una coraza hueca.
Entre mi pelo zumban abejas.
Mis huesos cubiertos de piel curtida,
como cartón que anda.
De piedras las muelas.
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Suave castañeteo al caminar,
un crepitar al que me he acostumbrado,
pero a la vez es un algo
que no sé si es mío.
Como un bicho escondido
en una parte oscura de mi cuarto.
Salvo que no es uno sino muchos.
Escucho que escarban y rascan,
no los identifico,
huyo de su murmullo.
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Me voy y cierro la puerta.
Echo la llave y la tiro lejos,
donde no pueda verla.
Con suerte aquello morirá allí,
sin gloria ni pena.
Y mi cara hace como que lo olvida.
Y cuando en público ríe,
produce un ruido leve,
quedando el vacío con un eco apagado,
como de hojas secas.
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Pero al volver a casa, la nada absoluta
me tumba con su peso.
Un perfume dulce,
la risa desde la puerta,
las flores correteando hasta el techo,
la melodía de cuerdas,
el rumor de quereres bajo las sábanas,
el calor dentro,
la nieve fuera,
y el olor del horno con un timbre
que resuena.
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Todo eso que fui yo y estaba en mí
se ha ido.
Aquí no queda nada.
Solo tardes sin sol,
no hay música ni verbena.
Más allá de mi cuerpo
remolinos azules,
la marea.
En el exterior, estación amarilla,
y muy dentro de mí,
escarabajos escondidos,
esperando que los descubra
si me atreviera
un día
a dejar la puerta abierta.
Al soñador
Quédate junto al árbol que cobije.
Que te abrigue con sus verdes ramas.
Y aquel que paz te traiga
en una improvisada cama.
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Ese que te da sus frutos, te escucha, te abraza.
Te cuenta cuentos con enseñanzas,
y con cosquillas te hace reír hasta que de luz de día ya no queda nada.
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Disfruta de él toda su calma.
Su sana fragancia.
Y del sabio murmullo que trae,
aprende el ritmo de la templanza.
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Y si un día, cansado de tu morada,
echas hacia el cielo la mirada,
y te mueres por llegar al inicio de ese azul que todo abarca,
entonces batirás fuerte tus alas,
dejando atrás el nido que tanto amabas.
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Puede que hayas llegado lejos
cuando exhausto pares a coger resuello.
Y quizás te parezca pequeño entonces,
tu acogedor árbol, desde tan alto puesto.
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Pero no debes olvidar
que sus raíces no eran para amarrarte al suelo
sino para que siempre puedas volver a tu lugar
sin perderte en el cielo.
La naturaleza siempre se impone
Me subo a la cubierta.
Siento que muchos ojos observan
esta cara descompuesta.
Mis ojos, cansados, proclaman una lluvia pausada
que se une al mar.
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Busco un resquicio,
un refugio en el que habitar.
Añoro una nube de aire cálido
que me rodee entera
Que me invada
y que aplaque estas ganas de vomitar imperecederas.
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Entretanto, la marea no para de mostrar su fuerza.
Nos aturde,
nos gobierna.
Alzamos los brazos
buscando equilibrio.
Se respira una sola certeza.
La deriva como única posible meta.
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La madera cruje tanto bajo nuestros pies
que creemos hundirnos.
(¿Acaso nos hundiremos?)
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Muy a lo lejos está el horizonte.
Sigue siendo plano, tranquilo, uniforme.
Una forma de sosiego allí me espera.
Solo entonces mi corazón agitado me da una leve tregua.
Sabe que más adelante
hallaré toda respuesta.
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Observo el giro del timón.
Abrazo una calma nueva.
Y ahora sí, respiro.
Recibo esta tormenta de mar con cierta confianza ciega.
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He de tomar consciencia.
Alcanzar esa paz plena.
Porque la naturaleza siempre se impone.
Confío en que hallaré la manera.
Que donde deba ser, será,
y en que lo que tenga que ser, sea.
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