Se agotó el carmín rojo,

la laca de uñas agrietada sobre mis dedos.

El espejo roto me cortó con sus cristales

y jamás

me había sentido tan reflejada.

Todas las sombras de ojos combinadas

en tonos violáceos, rosáceos y oscuros

con tanto empeño

para que tus ojos ni se pararan a mirar

el arcoíris que yo había creado para ti.

Bailamos un vals triste

con mi mirada clavada en tu rostro

y la tuya ausente

buscando pasos más dinámicos

en otras faldas,

en otros zapatos,

en otras clavículas.

Bailamos un vals triste

solo para tener una excusa para tocarte

y en cuanto acabó

te marchaste ansioso

tres horas antes de las doce.

Los invitados me miraron con desdén

cuando golpeé con mis rodillas

el frío suelo de mármol

y murmuraron: «pobre y torpe niña,

la han dejado con sus zapatos y

corazón de cristal».

Mis lágrimas no me dejaron mirar

más allá del presente y lloré

como una necia pensando que ahí

acababa todo.

Pero estaba muy equivocada.

Tanto

que ni me paré a escuchar

la siguiente canción.

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