Al inicio…
Con frío;
sí, con mucho frío
y estupor,
se inició todo,
cuando avanzaba la noche,
al abrigo de un blanco cielo.
Cielo pálido,
como la piel de un cadáver.
Motas de aguanieve revolotean,
jugando entre ellas.
Ganaría la partida la que permaneciera
por más tiempo suspendida en el aire.
Aprovechaban las rachas de viento
para cabalgar,
para deslizarse por ellas
como trampolines
y darse impulso.
Algunas perdedoras
se estamparon contra mi cara,
contra mi pecho desnudo,
contra mis brazos.
Con la rabia del perder,
se incrustaron,
como alfileres helados,
como sus ojos azul cielo,
un cielo cegador,
un cielo helador.
Ella, ajena al juego,
ajena a todo,
en cuclillas,
evadiendo mi velada
y vidriosa mirada,
me brindaba su único legado:
una nana:
«Conducía por un camino oscuro.
Me fui para otro lado,
y me perdí.»
Aquella canción brotaba
sincera entre sus labios cortados,
despellejados,
entre grietas sanguinolentas:
«Llegué a un lugar muy raro
que nadie conocía,
y no saben ustedes lo que vi.»
El hiriente dolor al vocalizar
no la persuadió:
«Yo nunca vi, yo sí,
yo nunca vi, yo sí,
un lugar tan raro nunca vi, yo sí.»
Las notas se desprendían
de su lengua apelmazada,
áspera y blanquecina
como si masticara tiza:
«Un gato con anteojos
charlaba con un perro,
una lechuza con bikini
tomaba el sol.
Un señor distraído
se paseaba en calzoncillos.
Me dijeron que se casaron
un elefante y un ratón.»
Y otra vez el machacón estribillo
envuelto en vaho:
«Yo nunca vi, yo sí,
yo nunca vi, yo sí,
un lugar tan raro nunca vi, yo sí.»
Finalizó su interpretación
ofreciéndome lo que la representaba:
su espalda encorvada
por el peso de la conciencia,
su arrastrar de alpargatas
por el frío suelo
y sus brazos tan caídos
que rascaba el barro con las uñas:
«Y me fui apurada
de aquel lugar extraño,
un poco distraída,
me fui de allí.
Pasó bastante tiempo,
antes de darme cuenta que
en vez de un coche,
manejaba un monopatín.»
Su eco impregnó mi cuerpo,
y se introdujo en mi cerebro;
rebotó, rebotó y rebotó
dentro de mi cráneo,
y nunca impedí
que lo siguiera haciendo.
Frío. Mucho Frío.
Y llanto.
Llanto afónico.
Luego, silencio,
silencio estridente.
Humedad y oscuridad
arropando mi cuerpo menudo,
desolado y frío,
muy frío.
La congoja duele.
Duele y sangra,
sangra en forma de lágrimas.
Incontables lágrimas saladas
mezcladas con mucosidad,
rosácea y pegajosa.
Los por qués…
¿Por qué?
Pero, ¿por qué?
Ni mis lloros,
ni el mechón de su sedoso cabello negro,
arrancado con saña,
lograron estimularla
para despedirse.
Ni un simple adiós
brotó de su boca.
Y menos, un beso.
No, ni un beso frío me brindó.
Su obsequio:
un adiós sin voz,
un adiós sin abrazo,
un adiós sin respuestas
a tan sustancial pregunta:
el por qué.
¿Por qué, por qué?
Esa retahíla de por qués brotan
de las gargantas de toda criatura,
como el agua mana
de la montaña con el deshielo,
un deshielo
que nunca se produjo en mis cumbres.
Los por qués sobre lo inaudito
a ojos de cualquiera,
sobre cuestiones inocuas,
cuando las trascendentales
ya están resueltas.
No era mi caso. ¡No!
Mi único por qué es ineludible.
Mi por qué era auténtico,
esencial,…
el por qué
del que nadie supo distanciarme
por irresuelto.
Aquel, mi primer y único por qué,
se grabó y lo visualicé
cada vez que me observaba en el espejo.
Como un tatuaje;
peor, grabada a fuego,
aquella pregunta
que tanto dolor me producía
achicharró mi piel,
la atravesó
como una daga incandescente
hasta alcanzar mi espíritu,
donde quiera que se ubique.
Pero, ¿por qué?
¿Por qué es tan difícil discernir la causa
de lo que no tiene ningún sentido,
de lo que no tiene cabida? ¿Por qué?
¿Por qué nadie supo explicarme el por qué?
¿Tan difícil es?
¿Tan compleja es la respuesta?
¿O es tan cruel
que nadie tuvo la osadía de revelármela?
Pero, ¿por qué?
¿Desconocen que en ocasiones
la incertidumbre es más impía que la verdad,
por mucho que ésta duela?
Entonces, ¿por qué…?
Segunda piel
Su aroma de madre se escabulle,
y un hedor a vómitos y a alcohol lo sustituye.
Sí, alcohol, muchísimo alcohol y frío.
Desamparo. Aliento pestilente. Arcadas.
Herrumbre. Arrebato. Más arcadas.
Restos de pellejo. Rabia.
Sal y Vinagre. Escozor. Acidez.
Asco y más frío; muchísimo,
en forma de revés,
mi primer revés,
el que más me lastimó.
Repudiado por unos brazos
sobrecogidos e inertes,
abandonado a mi peor suerte,
con frío,
con un desmedido frío.
Mi paladar tembloroso
saborea la sangre
y el sudor que no eran míos.
Agridulces de victoria
en una batalla antinatural
que no tuvo por qué enfrentarnos.
Confrontación entre dos victoriosos
y dos sometidos a su funesto destino
al disociarse sus almas;
almas que se escabulleron:
arrastrándose por la cloaca de la desazón la suya,
y en el cenagal del rencor y de la ira la mía.
Desazón y rabia
embadurnados con restos de vómitos
se extendieron cubriendo mi cuerpo,
resecándose para protegerme del frío.
Sí, pero el resultado fue más allá:
aquellos efluvios se escarcharon
por ausencia de calor,
de su calor,
modelando mi cuerpo con una rugosa costra
que se establecería como segunda piel,
ocultando mi epidermis original
al resto de mortales.
Y ya la pregunta es otra.
Sí, los lúcidos se preguntarían el por qué,
mientras yo el cuándo,
el dónde y el cómo.
Descifrar el por qué
ya no me satisface,
el por qué ya no importa.
Importa el cómo;
sí, ante todo el cómo,
el cómo es lo que me ayuda
a seguir adelante.
Y al final…
Mi noche ahuyentó a las estrellas.
El rumor de las olas mecía mi cuerpo,
como un tentetieso,
hueco por dentro e inerte.
Surcaba las aguas
empujado por el viento,
viento que me alejaba
más y más de la costa.
Somnoliento y sediento
dejé de buscar los restos de la balsa,
la que me sirvió de salvavidas,
la que se hizo astillas
al colisionar contra el arrecife,
el que protege la tierra firme
de intrusos indeseados,
impidiendo que arribáramos
a nuestro nuevo hogar,
al lugar donde abrazarnos al pasado
para hacerlo presente.
Hilos y hebras, hebras y cuerdas,
cuerdas y sogas, sogas y cadenas
nos unen a episodios de nuestro pasado.
Hilos, hebras, cuerdas, sogas y cadenas
aferran nuestras muñecas,
nuestros tobillos,
limitando nuestros movimientos,
interfiriendo en nuestro presente,
y en nuestro futuro.
Ya no hay dolor,
ese dolor que corroyó mi estómago,
mis intestinos,
se disipó junto al otro dolor,
ese dolor angustioso
que me impide respirar con normalidad,
dolor que oprime mi pecho,
como sumergido en las profundidades,
dolor no físico que rasgó mis entrañas,
como si las ratas de un desvencijado galeón
las habitaran.
Y el dolor da paso al frío,
muchísimo frío,
un frío que entumece articulaciones
y músculos.
Mi cuerpo se estremece,
como abrazado por nuestro peor enemigo.
El gélido frío hace que los huesos
se claven en la carne,
como barras de hielo afiladas,
desgarrándola por dentro.
Como carámbanos,
ya no siento la punta de los dedos
de pies y manos,
ni de la nariz.
La piel es como un papel
arrugado con rabia
con frases desechadas.
Los párpados se me pliegan
como una persiana,
y los ojos parecen
salírseme de las órbitas.
Mis dientes castañean.
Los labios se hinchan
y se amoratan,
y la lengua y la garganta
se resecan e inflaman.
Intento sin éxito tragar saliva,
inspirar una última bocanada de aire,
de ese aire nocivo y cargante.
Hasta que por fin
mi cerebro colapsa,
los pensamientos se apelmazan,
y se entremezclan
para guiarme en un viaje incierto,
en un viaje en el que el frío ya no es frío.
El frío ya es una madre
que me arropa,
y me canta una nana
para que duerma:
«Conducía por un camino oscuro.
Me fui para otro lado,
y me perdí… «
Sí, es ella;
ella es la que velará por mis sueños;
una madre con su mirada cálida.
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