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1

Era verano y llegábamos tarde a todo, pero el calor ayudaba a disimular las culpas. Caminar con Clara no era fácil. Ella recitaba su letanía sobre la vida y los hombres. Mucha belleza y tiempo libre, pensaba yo. Me sentía un astrónomo que predecía sus posibles trayectorias entre amantes.

Esa vez nos íbamos acercando a la esquina de Perú y Belgrano, en el corazón mismo de la ciudad, donde estaban los clientes.

-Mirá, Clara… tu novio no es mal tipo. Con la moto no vive mal, y no va a volver a estudiar. En cuanto a vos… si él fuera un tipo legal, ya te hubieras aburrido. Fijate cómo revolotean alrededor tuyo en la oficina.

– Sos un boludo. Te pensás que ando con todos?

-Con casi todos. Dejame ahora que vaya solo a esta reunión. Volvé a la oficina y ayudame con los informes.

Clara parpadeó un segundo más de lo necesario. Arrojó un saludo y se alejó, dejando que el resplandor del atardecer enmarcara su falda.

2

El edificio era el aguantadero de los empresas de Internet. Había sido a principios de siglo la embajada del imperio Austro Húngaro. Lo virtual había tomado por asalto a lo real: los bajorrelieves y las antiguas estructuras hierro habían sido invadidas piso a piso por LEDs de routers que asomaban tras los blindex. El viejo ascensor subía chirriando por pisos llenos de start-ups que competían en altura y en esperanzas bursátiles. En el piso quinto se destacaba un cartel con la leyenda «Presto».

La puerta estaba abierta. Había un único ambiente polvoriento atiborrado de gente con laptops, sus caras vueltas hacia la pared, como galeotes romanos que tipeaban en vez de remar. A su alrededor pendía del techo un cableado que nutría a las laptops con la savia divina de la conectividad. Las luces dicroicas añadían aún más modernidad.

Había dos tipos jóvenes en el centro del salón, uno con ojos saltones y hocico de conejo, el otro un peladito de rostro suave a lo Malkovich. Ambos vestían jeans, camisas entalladas y zapatillas. Flanqueaban una mesa con salientes en forma de curvas, supuestamente ergonométricas si hemos de evolucionar hacia amebas. Hubo un ritual de vacilaciones: esperar, acercarme, sacar mi tarjeta.

Se acercó finalmente el dueño, el conejito de ojos saltones. Al primer vistazo habíamos pasado del examen al desprecio, y habló.

-Hola Nicolás, soy Diego Velázquez. No, no tengo tarjeta, recién nos mudamos. Estamos a mil. Somos el sitio de Internet que más creció esta semana en Latinoamérica, vengo de México y de Colombia, tenemos partners en todo LATAM, y nos vamos para arriba. Creeme, estamos a semanas de cotizar en el Nasdaq.

El rostro se le contraía en cada afirmación bursátil. Resumir una idea le era imposible: era una aplanadora de frases. En sintonía con la mesa, yo era una ameba aplastada por su verborragia.

-…porque claro, si viene Telefónica y me quiere vender líneas móviles, qué le digo a mis accionistas? No es mi negocio Y si viene Carlos Slim y me pide contenidos, qué les digo yo? ¡No es mi negocio! ¡Ellos tienen que migrar a mi modelo!

Logré contarle qué quería de ellos, deslizar una oferta e irme antes de que él me vendiera nada. Nos dimos la mano y el continuaba estrechándola mientras aseguraba sin parpadear:

-Nicolás, contamos con ustedes. No se queden afuera. Nos vamos para arriba, creeme, ya estamos saliendo en la Bolsa.

Me escapé. Me saludó de lejos Malkovich. Ya en el taxi de regreso entendí que habían omitido contarme qué rayos hacía Presto.

3

El taxi me dejó en la oficina de Puerto Madero. Dentro me aguardaban las miradas inexpresivas de mis pares, algún mensaje y por supuesto Clara.

Como quien se toma un recreo entré en mi laptop al correo de Clara: mi pequeña y excitante ceremonia diaria. Tan fácil había sido su contraseña: ¨clarita¨, el nombre que ella se daba a sí misma. Nada nuevo: acoso masculino, alguna respuesta esperanzadora, y errores de ortografía que me sumieron en el más profundo desconsuelo sexual. Pero había una joya, un mail enviado por dvelazquez@presto.com invitándola esa misma tarde al bar El Divino.

Salí de su mail. Miré a mi alrededor: poca gente ya. Tenía el tiempo justo para terminar unos informes y planear cómo entrar a la fiesta de Presto sin ser notado.

4

El Divino era ese asco futurista al fondo de Puerto Madero; los edificios seguían derretiéndose minuciosamente pese a ser ya de noche.

Logré entrar y en la recepción había tarjetas verdes, amarillas y rojas. Elegí una amarilla al azar y entré. Cada tanto se juntaban quienes tenían proyectos de Internet, algunos capitalistas, y los mirones necesarios. Pero en realidad el que ganaba con esto era el bar.

Me mantuve cuidadosamente aparte. Casi todos eran como yo, plebeyos de tarjetas  amarillas. Con la primera cerveza rechacé las ganas de irme. Entre la multitud advertí la silueta familiar de Clara. Se había cambiado; lo que se había puesto le quedaba bien.

-Qué sorpresa, Clarita…

-Vos nunca me decís Clarita. ¿Qué te pasa?

-Nada, es que olvido que sos tan formal. ¿Viniste con alguien?

Justo entonces se iluminó el escenario y bajó un globo con un gran letrero de Presto en un rojo exagerado. El globo estalló entre humareda y aplausos vacilantes. Velázquez y Malkovich subieron al estrado, mientras la gente se acercaba.

-Por favor, adelántense. Por favor. Vamos a presentar a Presto, el destino natural de los interesados en magia en Latinoamérica. Clara leerá nuestra visión del negocio.

A quién le interesa la magia ahora, pensé. Mientras tanto, Clara había ganado el proscenio, satisfecha de llamar la atención. Malkovich le alcanzó un papel, y no sin esfuerzo, comenzó a leer.

-Si su website sobre e-commerce está en estado de prototype avanzado, búsquese un buen business partner y algo de angel funding y prepárese para el launching mientras sueña con una IPO en Nasdaq. ¡Presto hará el resto!

Clara sonrió. Miles de años antes hubiera sido una sacerdotisa invocando espíritus. Ahora era igual, salvo que los capitales estaban más de moda. El lema ¨¡Presto hará el resto… Presto hará el resto!¨ comenzó a ser repetido por un coro de muchachitos, que eran los galeotes tipeadores de la oficina. Abominé el marketing.

La luz viró al color bermellón del logo, el coro fue atenuándose, y sobre el escenario quedaron Clara y el conejito Velázquez, quien tomó el micrófono y arremetió.

-Presto existe. Presto es la magia hecha realidad, no sólo en Internet, sino en cada uno de nuestros actos. Ingrese a nuestra web. ¡Presto hará el resto!

La música atronó. Más humo, otra vez el láser, y de nuevo el mantra de «Presto hará el resto». Juro que en ese momento estaba sobrio. El láser zigzagueó en torno a Clara y no hubo asombro cuando ella comenzó a disolverse en el aire; el lugar que ocupaba su cuerpo fue reemplazada por un ominoso “plop”. Abruptamente cesaron la música y los aplausos, y el grupo se dispersó. Pero Velázquez no disfrutaba el momento, sino que me miraba fijamente. Sentí que su maldad me penetraba, si tal cosa era posible. Entre escalofríos y náuseas llegué a la puerta. Afuera relampagueaba.

5

Las semanas siguientes estuve en casa. El médico me alentó en la perspectiva de quedarme tranquilo mirando fútbol mientras el verano daba paso a un otoño de días luminosos.

Al volver al trabajo sentí que nada había cambiado. Clara no había vuelto y se sospechaba que se había escapado con un tipo. En los meses siguientes me dediqué a hacer mi trabajo a conciencia. Delegué la cuenta de Presto y gracias a Malkovich llegamos a un acuerdo.

Empecé yoga. Sigo a Platense, mi equipo, en el campeonato Nacional. Volví a leer en el subte. Me dicen que estoy mejor, más sociable. Finjo estar de acuerdo.

No es raro que cada tanto abra el correo de Clara buscando novedades. Se leen los mensajes de rigor, las mentiras de siempre –reenvíe esto y gane millones-, la basura habitual. De algún modo, Clara persiste en su lecho de inmortalidad electrónica; en tanto yo busque sus mensajes, presiento que ella sobrevive en algún sitio.

Cambié el auto. El rojo de mi Peugeot me parecía excesivo.

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