La eviterna existencia de Caín

La eviterna existencia de Caín

Miguel A. Ortega

10/05/2015

Escena I, en algún lugar de la verde Centro Europa.

Ella era muy joven, de cabello sedoso y pensamiento itinerante. Miró por la ventana de la bonita casa de polímero biodegradable que enclavada en una ladera rocosa dominaba un maravilloso paisaje. Se acarició el brazo extrañada de las sensaciones que la recorrían, no controlaba todavía su reciente feminidad, esa que le hacía estar triste sin motivo aparente. Fijó la vista en algo, con un leve gesto saludó al vigilante del recinto que diligente hacía su ronda montado en una briosa y plateada nave. Su gesto era un acto reflejo, reflejo de la doctrina de la empatía; esta es la era en la que se cría que obligando a mantener un mínimo de relaciones sociales nunca aparecería la violencia, el menosprecio o la injusticia.

Se giró aún extraña y se dio de bruces con la cara de Alfred, que completamente desencajada fieramente le interpeló:

—¿A quién saludabas?, ¿eh?, ¿ya me estás engañando otra vez?

—Cálmate, Alfred, era un saludo de cortesía…, si era el robot vigilante…

Paró súbitamente su explicación al recibir un salvaje bofetón que la tiró contra el sofá, atontada paladeó la angustia que no dejaban salir sus inflamados labios. Levantó la cabeza temerosa, pero Alfred había desaparecido de la escena. Marlene se incorporó tambaleándose, decidió ir al baño a reparar su humillación con paciencia y algo de maquillaje. Se consolaba pensando que en la siguiente ocasión él llegaría a comprender que su violencia era estéril.

—Ven aquí, hija de Sodoma y Gomorra, puta provocativa —Apareció Alfred por el pasillo esgrimiendo un gran cuchillo y poseído por una horrible locura. La agarró con violencia y la estampó contra la pared. Con el brazo presionando su pecho, le puso el cuchillo en el cuello mientras la miraba ferozmente; en los grises y tristes ojos de Marlene el tiempo se paró, tenía el aire retenido y no podía soltarlo,

—Eres una zorra, todo es por tu culpa —Le baboseaba cerca de la cara.

—Alfred, no caigas otra vez en el error, por favor…  el suero, ¿te has puesto el suero? —Le dijo sin apenas aire.

Escena II, en un laboratorio enclavado en los estados de la Federación.

—Los resultados han sido espectaculares, el suero ha funcionado… Inhibe en el acto los instintos perversos de los individuos –dijo el auxiliar de laboratorio, que llevaba 18 horas seguidas de servicio, al micrófono de la consola.

En el año 2514 la colonización del espacio era una prioridad; riquezas impensables le aguardaban a la Federación, poder y más poder a su alcance en los vírgenes planetas que rodeaban el sistema solar terráqueo. Solo encontraron una oposición, la propia naturaleza humana; en los últimos años se repetía con demasiada frecuencia la rebelión en las comunidades del espacio. La violencia surgía de forma espontánea y aleatoria en los planetas conquistados. El resultado era terrible, instalaciones costosas destrozadas y centenares de miles de muertes entre las sociedades de colonos que habían tardado décadas en adaptarse a los inhóspitos planetas a los que les enviaban. La violencia siempre provenía de la lucha por el control y explotación de los valiosos recursos que encontraban.

—Pero, ¿en todos los individuos?, ¿incluso los más violentos? –preguntó un somnoliento jefe de laboratorio enfundado en una bata blanca arrugada por las noches sin cama.

Llevaban muchos años detrás de anunciar el hallazgo. Hasta ahora toda la ciencia, acumulada en décadas de exploración espacial, no podía dar solución a los asesinatos y actos terroristas que se daban entre sujetos adecuadamente formados y que habían pasado los test más exigentes de carácter y actitud. Determinaron que era una involución, una mutación regresiva que sin respetar regla alguna volvía siempre a aparecer. Era la marca de Caín, el caos que aparece en el orden, lo que convierte en impredecible a las criaturas del planeta Tierra.

—En todos, hemos logrado parar la involución en todos; es una gran noticia, ¿eh, jefe? –decía risueño el auxiliar con evidente excitación.

Sabiendo que era imposible prever o impedir su aparición, habían determinado que lo mejor era encontrar un remedio paliativo, así que se dedicaron a buscar un suero que tomado con regularidad impidiera acciones violentas a los individuos marcados por tal mal.

—¡Al fin!, lo probado con estos roedores cambiará la naturaleza humana —dijo mientras se limpiaba los cristales de las gafas para celebrarlo.

Y eso era con lo que se habían topado, por fin lo habían encontrado, lo que alejaría a Caín para siempre. Era un gran paso para la ciencia, pero deberían seguir trabajando para perfeccionarlo, ya que aunque funcionaba muy bien en ratas, eso no quería decir que fuera a funcionar a la perfección con humanos.

Escena III, de vuelta a la vivienda en Centro Europa.

—Calla, maldita, claro que me he puesto el puto suero —Le decía a la inerme mujer que le mantenía la mirada —No me mires así con esos ojos de muerta —decía él, Caín importunado por la soberbia sumisión de su víctima.

Fue lo último que se escuchó antes que el cuchillo trepanara de lado a lado el cuello de Marlene y lo llenara todo de gorjeos exasperantes y fluidos pegajosos.

Ella se desplomó sin mudar el gesto, como si esperara el desenlace, como si se hubiera resignado a su destino. Él, entre alaridos, corrió por la casa apuñalando lo que encontraba. Descontrolado por su loca carrera, pasó por encima de los abundantes fluidos derramados por Marlene y patinó; perdió el equilibrio y después de golpearse con la pared cayó de espaldas sobre el cuerpo de ella. Su cabeza quedó enfrentada a la de una exangüe Marlene, la miró y vio que sus ojos seguían tristes y grises; y sintió nauseas, entró en pánico. Se incorporó vomitando sobre ella, sobre todo miedo, vomitó mucho miedo. Tanto esfuerzo y tanta desazón le dejaron inmóvil, adormecido.

Se despertó con la boca seca, su barba desaliñada y húmeda exudaba cobardía, sus ojos rojos denunciaban su maldita locura. Una vez se adaptó a la horrible realidad que le rodeaba, quiso borrar inmediatamente los restos de su infame crueldad;  lo que le convertía en un subproducto humano, en Caín.

Arrastró entre maldiciones el cuerpo de Marlene hasta la puerta de la entrada; abrió la puerta con una mano y con la otra agarró por el pelo a la desdichada. Así la sacó a la calle, y por despedirse le dedicó una torva mirada a su desmadejado cuerpo; sintió un escalofrío que le hizo soltar la cabeza y esta cayó a plomo en el desolado enlosado de piedrecitas ocre oscuro.

Volvió a la casa con cansino andar, otra vez solo; el monstruo en seguida desaparecería, él conocía la debilidad de la marca de Caín. Ese impulso depredador que le acompañaba desde que recordaba, que le poseía y luego le soltaba bruscamente, que le estaba matando poco a poco.

Pero ellos no le escucharían, querrían tenerle atrapado observando su comportamiento; no le harían caso cuando él dijera que la única salvación era su muerte, su descanso. Así es el hombre, nunca ceja en el empeño de extraer el jugo de las cosas, en alcanzar más poder; aunque se despellejen un millón de hombres, aunque se descorazonen mil millones.

—¡Quiero morir!, quiero acabar con esto…

Alfred suspiró resignado, mientras permanecía desplomado en una vieja silla de desgastado asiento; en tal trono quedó absorto mirando la sucia pared que reflejaba su pensamiento. De repente sonó la puerta de la entrada, era el momento, se abrió y dos hombres uniformados le agarraron fuertemente; le remangaron su brazo izquierdo y con cierta ceremonia le inyectaron con una pistola neumática una sustancia rosada que le provocó un abandono instantáneo.

Cuando despertó vio que enfrente suyo había una gran caja en cuyo lateral se leía:

Modelo femenino Marlene-69, robot de tercera generación con gran habilidad empática, razonamientos lógicos de quinto nivel …

Le sacó el plástico de su bien peinada cabeza y se topó de nuevo con unos ojos tristes y grises fijos en él, en Caín. Y tragó saliva.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus