Sin demasiado esfuerzo imaginativo el paisaje parece obra de algún pintor impresionista donde un cielo reconfortante, en ocasiones manchado de nubes, domina la parte superior. Más abajo están las oscuras colinas con árboles arrodillándose al paso del viento como si de un todo poderoso dragón se tratase. Luego campo.

Y justo en el medio de todo esto hay un pueblo. Las casas están separadas lo justo para poder distinguirlas de lejos. Las enlaza una calle que serpentea errática. Resulta fácil darse cuenta de que cada jardín está guardado por uno o varios majestuosos nogales definidos a pinceladas sueltas. Es vida dormida.

Pero hay más. Estudiando este panorama observamos dos figuras delante de una de las casas que ocupa un jardín, hacia un final de pueblo. Están casi escondidas detrás de la valla formada por una fila de sauces bajos que parecen llevar a cuestas más años de los que deberían y que separan un jardín de otro.

Sentados en las escaleras apoyan la espalda en un muro blanco de la casa. Son una abuela y un niño. El pequeño es rubio como los pétalos de los girasoles y tiene unos ojos azules claros, casi metálicos. Su mirada fija parece tener el don de traspasarte. Está quieto.

La mujer que parece anclada en el paisaje, como un sauce más, tiene un porte modesto. Por su frente y mejillas quemadas por el sol parece haberse desbordado el tiempo dejando marcas profundas. Su mirada enrarecida, y la expresión de su rostro, es la viva imagen de la ternura. Está pensando.

El niño deja caer su pesada cabeza en su regazo, ella le acaricia el pelo. Todo lo que ella significa, el sentido mismo de su existencia está reflejado en el pequeño. Le acaricia el pelo y deja que su mente vuele hacia el futuro. Incertidumbre.

La parálisis se ve rota por una cabeza peluda que asoma detrás de una esquina y desaparece en cuanto el nene salta de una las escaleras y se lanza en esa dirección con una sonrisa de oreja a oreja. Son la viva imagen del niño y su amigo del reino animal, un perro en este caso, que protagonizan tantos cuentos. La tarde se ilumina.

La abuela se levanta con dificultad y les sigue para vigilarlos de lejos. Está disfrutando verlos jugar. El atardecer lo vuelve todo dorado.

En su interior la anciana se afana en desgranar el pasado. Quiere encontrar la razón que llevó a los de su género a exterminar a sus creadores, a los seres orgánicos. Puede que lo que no la deje ver claro es el orgullo. Ese orgullo de superioridad que les caracteriza pero que fue barrido cuando el último humano dejó de existir y se dieron cuenta, casi al unisón, de que la razón de su existencia se desvaneció con él. Tristeza.

Ahora el primer humano está levantando nubes de polvo mientras juega bajos sus mirada protectora. El silencio sigue reinando.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus