No sé cuánto tiempo podré aguantar.

Me fui del instituto donde daba clases de literatura. El resultado de las evaluaciones ya no se entregaba en papel. Había que utilizar un programa informático y mandarlo por correo electrónico al coordinador. Yo era una buena profesora y me gustaba mi trabajo, pero no sabía ni quería utilizar el ordenador. Dejé el instituto. Cuestión de principios.

Vendí mi piso y el de mis padres; mi padre acababa de morir y mi madre hacía cuatro años que había fallecido. Con el dinero de las ventas de ambos pisos compré la casa donde vivo. Tiene terreno para un huerto y un establo. Me dediqué a cultivar mis propias hortalizas y frutas que, junto con seis vacas y unas cuantas gallinas, me proporcionaban todo los alimentos que necesitaba e incluso obtenía ganancias vendiendo los excedentes. En el pueblo cercano había una tienda donde podía comprar abono, herramientas, los víveres que yo no producía, ropa, etc. Un día cerró. Me contaron que había dejado de ser rentable, que la gente se había acostumbrado a pedir las cosas por internet.

Entonces, empecé a ir a la ciudad a realizar mis compras. De paso, podría echar un vistazo a alguna librería para ponerme al día, pensé. Pero ya no existían ninguna de las tres librerías que yo recordaba haber frecuentado, en busca de alguna novedad literaria o de algún libro de texto, cuando era estudiante.

-Se lee poco y el formato que se utiliza como lectura es el electrónico. Ya no se necesitan librerías físicas- me contaron.

¿Formato electrónico de lectura? ¡Jamás!. Afortunadamente, mi biblioteca es amplia y aún me quedan libros sin leer y no estaría de más releer otros. Poco después, descubrí en una calleja del barrio judío, una pequeña librería “de viejo”, la última de la ciudad, según me contó Damián, su dueño. Allí iban a parar los libros de los que la gente quería deshacerse: -ocupan mucho espacio y acumulan polvo- decían. En esa librería pasé los mejores ratos de los últimos años; curioseando por sus estantes, buscando alguna obra que en su momento no leí y que quizá, con un poco de suerte, había ido a parar a manos de Damián. No importaba si no la encontraba. Su búsqueda, a través de estantes, montones sin ordenar, cajas, armarios, me proporcionaba un goce inmenso y siempre encontraba algún tesoro con el que me iba tan feliz, pensando en el placer de ir descubriendo, a través de sus páginas, una nueva historia. Además, gozaba mucho de mis charlas con Damián. Era un experto en literatura europea del siglo XIX, se tomaba la vida con calma, y compartía conmigo la aversión a las nuevas tecnologías. Un día me encontré la librería cerrada y un letrero, pegado en la puerta: “Cerrado por defunción”. Pregunté a un vecino, que ya me conocía de vista:

-Damián murió hace dos días, de un infarto; mientras dormía-, me contó.

Intenté ponerme en contacto con sus hijos; tenía tres. Un día conseguí hablar por teléfono con uno de ellos:

-Ya hemos vaciado la librería. ¿Los libros? No sé. Se ha encargado la empresa que ha limpiado el local. No había nada de valor.

Durante algunos años seguí yendo a la ciudad cuando necesitaba algo hasta que la última tienda desapareció.

-Ya sabe, ahora se pide todo por Internet. ¡Hasta el pescado!

Sólo quedaban algunos bazares chinos; algunas pequeñas tiendas, también chinas, donde podías encontrar refrescos, golosinas, aperitivos industriales o flores de plástico y, por supuesto, un montón de locales de telefonía móvil e informática.

Afortunadamente, había hecho amistad con Pedro, el dueño de una pequeña granja a pocos kilómetros de la mía, que encargaba lo que yo necesitaba  Era el único amigo que tenía en los alrededores. A Pedro le enviaron sus hijos a una residencia hace unos seis meses.

Había intentado conectar con algunas mujeres del pueblo, pero la historia siempre terminaba igual:

-¿Tienes twitter? Dámelo para seguirte ¿No? ¿Facebook? ¿Tampoco? Veo que eres una antigua. Bueno, dame tu dirección de correo electrónico.

Cuando les decía que no tenía correo electrónico, ni ordenador y que no pensaba comprármelo, ni aceptaba su ordenador antiguo: -Voy a reemplazar el mío, te lo puedes quedar”- entonces, me miraban con una expresión, mezcla de incredulidad y rechazo y se alejaban con cualquier excusa.

Un día que me encontraba especialmente triste entré en la Iglesia del pueblo. No soy creyente pero pensé que su ambiente en penumbra, sosegado, me haría bien. Me sentaría un rato, tranquila, en silencio. Nada más entrar atrajeron mi mirada unas luces rojas o verdes que parpadeaban encima de unos dispositivos de los que colgaban unos auriculares y un micrófono. Vi a una mujer, arrodillada, con los auriculares puestos, hablándole al micrófono. Un hombre que entró en ese momento en la iglesia me explicó lo que sucedía:

-Se nota que hace mucho tiempo que no pisa una iglesia. Las luces indican si hay algún confesor, disponible o no, en ese puesto. Como puede ver, cada puesto consta de un micrófono y unos auriculares. Los confesores están en una Central de confesiones en la capital. Desde allí, escuchan los pecados de los feligreses y les imparten las penitencias. La verdad es que es muy cómodo. ¿Ve esas pantallas que cuelgan del techo? Ahora las misas también se imparten desde la Central.

Pero lo peor ocurrió hace cerca de un año. Dos hombres jóvenes con traje y corbata llamaron a mi puerta. Se presentaron como “inspectores de industrias rurales”. Después de algunas preguntas de rutina: -¿Qué animales cría?,  -¿Cuántos?- me pidieron que les enseñara el establo. Al entrar en el cobertizo donde en ese momento descansaban las vacas y algunas gallinas correteaban, el más alto de ellos, el que parecía tener más autoridad, lanzándome una mirada de desaprobación y desdén, me preguntó:

-¿Dónde está el ordenador que controla las condiciones ambientales del establo?

-Aquí no hay ningún ordenador. El establo, como ustedes pueden ver, está limpio, aireado y para cuando la temperatura sube o baja demasiado, dispongo de aire acondicionado. Además, el veterinario del pueblo viene regularmente y hasta ahora mis animales no han tenido ningún problema sanitario. Puedo enseñarles sus informes.

-¿Y el robot de ordeño?

-¿Para qué necesito un robot de ordeño si son solo seis vacas?

-Señora, las nuevas leyes sobre animales de consumo exigen un establo robotizado que controle todas las variables ambientales: humedad, temperatura, niveles de CO2 y oxígeno. Además, está absolutamente prohibido ordeñar a los animales con las manos. Es necesario un robot ordeñador.

-Pero ¿por qué?

-Cuestión de higiene, señora. Es la ley.

Ofendida y ya bastante enfadada le contesté:

-¿Higiene? Lavo todos los días el establo y limpio mis animales. No podrá encontrar falta de higiene en mi granja, señor.

-Le repito que es la ley. O la cumple o requisaremos sus animales. Además, las gallinas y las vacas no pueden estar juntas y el gallinero también necesita un ordenador que controle la temperatura y humedad.

Reconozco que en esos momentos perdí el control. Gritando, empecé a soltar barbaridades e insultos, mientras que esos dos individuos salían de mi establo. Lo último que recuerdo fue su respuesta:

-Señora, no es culpa nuestra. Nosotros no hacemos las leyes.

A los seis meses vinieron a por mis animales.

Ahora me alimento de las hortalizas y frutas que produzco y las que yo no consumo las vendo para comprar huevos y leche a mis vecinos de las granjas próximas.

No sé cuánto tiempo podré aguantar. Dicen que en un futuro no muy lejano ya no existirá el dinero real. ¿Qué haré entonces? Podría comprarme un ordenador, aprender a usarlo y pedir lo que necesito a través de Internet; leer las novedades literarias en un libro electrónico; instalar un ordenador que controle las condiciones ambientales del establo y un robot para ordeñar. Podría hacer todo eso pero no quiero.  Cuestión de principios.

 

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