Se ve tan hermosa. Con esa luz tenue iluminando su rostro se ve simplemente preciosa.
No consigo llamar su atención más que cuando me desespero. Me desespero porque su mirada perdida en esa luz me hace sentir que la pierdo, que no es mía, que no soy suyo.
Me gustan las noches cuando hay silencio, cuando se oye la nada y vuelvo a sentir ese sonido acompasado, pegado a ella, perdido entre sus pechos. Pero son momentos breves, y cada vez suceden menos. Estoy más cansado y el momento de oscuridad se me pasa cada vez más rápido. Cuando logro despertarme y llega ella, con su olor dulce y su sabor a vida, trae la luz consigo y vuelve a quedarse ensimismada.
— ¡Mírame por favor! — intento gritarle—. ¿No ves acaso mi sonrisa?
No hay respuesta, no hay mirada.
Tengo que aprender a tocarla. Cada día lo logro un poco más; me siento más fuerte y podré llegar hasta ella y no esperar a que ella venga a mí. Quiero decirle tantas cosas…
La luz también suena. A ratos; con música; con voces, y ella sonríe. Sonríe como yo quiero hacerla sonreir. Pero solo me mira cuando caigo en la desesperación de no tenerla.
——
Hoy me ha dejado solo una vez más. Yo gritaba desesperadamente por abrazarla y ella intentaba acallarme con susurros que en ese momento no me servían de nada.
Fue ahí cuando vino la revelación: me dejó a solas con la luz.
Una serie de colores y sonidos inentendibles captaron mi mirada. Quise coger la luz y sentí miedo. Sentí un enorme miedo de volverme como ella y no volver a mirar al mundo sino únicamente a la luz.
Pero lo hice: miré la luz e intenté cogerla.
Desde entonces he entendido que la luz es el mundo verdadero.
——
Hace bastante que mamá y yo no nos miramos a los ojos. Hace mucho que no recuerdo el calor de sus pechos. Su voz ya no me duerme por las noches. Lo hace la luz.
La veo ir y venir. La siento estar conmigo, sin mirarnos apenas.
A veces creo que la echo de menos.
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