La tormenta descargaba sus feroces rayos sobre el lujoso rascacielos, que se erguía orgulloso en el centro de la ciudad. Mientras, unos cuantos metros más abajo, la vida de la metrópolis continuaba impasible, ajena a lo que habría de suceder. Circulaban los coches. Las gentes, ajetreadas, se afanaban en acudir a sus trabajos y tareas. Pero nadie percibió lo que se les venía encima.
Con la tormenta, llegó el virus. Todos los aparatos electrónicos y sistemas informáticos fueron afectados. En tan solo unas horas, el mundo quedó a oscuras, y sin capacidad de comunicación ni de transporte. El caos que siguió al apagón sumergió al planeta en una serie interminable de saqueos que terminaron dejando tras de sí un río de sangre que fue a desembocar en una guerra mundial por los recursos más básicos. Sin tecnología, sin calor artificial, alimentos procesados y listos para el consumo, sin aviones, ni teléfono ni Internet, el ser humano no parecía capaz de sobrevivir. Fue entonces cuando el virus comenzó a afectar a la gente. Los cada vez más escasos supervivientes de la guerra tuvieron que hacer frente a la enfermedad sin recursos sanitarios, agua ni comida. Esa fue la última calamidad. Al final, lo que quedó de la humanidad se vió reducido a refugiarse en cuevas o recoveques de los bosques. Poco a poco, el peligró pasó, y fueron emergiendo de sus escondites. Pero ya no eran los mismos. Después de tanto tiempo escondidos, la naturaleza había reclamado lo que era suyo, curando lentamente las heridas de un planeta contaminado y superpoblado. Los humanos abrieron de nuevo sus ojos a la luz. Aprendieron a fabricar armas, y herramientas; a cazar y a recolectar. Comenzaron a preguntarse de dónde venían el sol y la luna, el agua de la lluvia o los rayos de la tormenta; o ellos mismos. Y un día, como el que no quiere la cosa, un hombre, al ver un árbol incendiarse tras ser alcanzado por un rayo, comprendió como manejar el fuego.
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