– Se acabó. He llegado al límite de mis fuerzas. Eres una hija de puta – Le dijo ella a voz en grito cerrando la puerta tras su paso.
Se quedó completamente sola. En estado de shock. Después de una bronca monumental su mujer la había dejado definitivamente. Era la conclusión de siete años de convivencia.
Todo se paró. La habitación se volvió oscura, tétrica, apestosa. La sangre de los muebles se cuajó. El sofá antes con vida se solidificó impidiendo hundir en él ni un centímetro de su cuerpo. Los libros de la biblioteca se inmolaron fundiendo sus páginas. Las fotografías de ella en un acto de suicidio colectivo continuaron el proceso de revelado volviéndose completamente negras. La alfombra se retorcía de dolor sin conseguir moverse a causa de su peso empapada como estaba en su propio llanto.
En la penumbra sólo una ventana de diecinueve pulgadas estaba abierta. Dejaba pasar una luz azulada, eléctrica, mortecina. En su abandono se asomó a ella con la única voluntad de chutarse algún bálsamo virtual que mitigara su desesperanza. Una droga que aflojara sus tendones, sus músculos y le permitiera conseguir un estado de letargo, que disolviera el dolor físico en el que para entonces ya se había transformado su dolor emocional.
No estaba rabiosa. Tenía el mono. Era una yonki.
Decidió, como en tantas ocasiones, utilizar el sexo para embotar sus sentidos. Anhelaba que sus nervios cristalizaran. Quería insensibilizar su mente. No permitirle pensar nada que no fuese la autocomplacencia. Necesitaba urgentemente un orgasmo que le inyectara una generosa dosis de endorfinas que la liberara del dolor. Pero no quería pensar en ella. Su ambición era masturbarse sin dilucidar ningún objeto sexual. Delirar con situaciones y sensaciones abstractas. Saturar sus ojos con imágenes psicodélicas y su tacto con percepciones psicotrópicas que la llevaran al desvarío. No quería pensar en nadie. Y menos en ella.
La red, en un solo click, le permitía disfrutar del catálogo más surtido y nutrido de prácticas sexuales jamás visto en toda la historia de la humanidad. Páginas y páginas con imágenes y palabras obscenas que se combinaban febrilmente en un algoritmo infinito de posibilidades.
Para prender la llama de su deseo fue deslizando el puntero del ratón en la pantalla por las páginas más hediondas, explícitas y lúbricas. Podía ver como vibraban lujuriosamente y sin tregua, multitud de personajes oscuros y amorfos que le evocaban el infierno musical pintado por El Bosco.
Por mucho que se empeñara no lograba excitarse. Aquellas imágenes hardcore devenían clichés a fuerza de repetirlas, reeditarlas y refreírlas. Le resultaban convencionales y previsibles. Eran un producto más, destinado al mercantilismo más disparatado. La obscenidad y el descaro con que las damas de la alta sociedad se exhiben y revuelcan por el papel couché, le resultaban infinitamente más hirientes y pornográficos que aquellas imágenes de supuesta depravación.
A pesar de ser, como ella misma se llamaba, una tortillera, intentó como último recurso que sus instintos se inflamasen ante las imágenes de prácticas sexuales exclusivamente masculinas, por considerarlas más realistas, menos fingidas. Donde la carne expresa efectivamente lo que siente. Donde la falsedad tiene poca cabida. Donde los órganos responden a estímulos carnales y revelan libremente su naturaleza. Resultando el orgasmo una evidencia en sí mismo.
Sus intentos eran vanos. No lo conseguía. Cada vez estaba más tensa. Notaba en la garganta una amargura penetrante de sobras conocida. Un pulpo imaginario se aferraba a su cara y le impedía respirar. Sus ventosas se le hundían en los ojos. Se ahogaba y sentía cada vez más húmeda y fría su ropa, que se adhería a su cuerpo. Como una anaconda se enroscaba y lo iba oprimiendo lentamente.
Entre la inmundicia que su monitor le proyectaba en la cara, sus ojos vieron chapotear una palabra desconocida hasta entonces para ella: revenge porn. Su cerebro tradujo torpemente las dos palabras y alumbró un significado: venganza pornográfica.
Con el mismo empeño que una médium invoca obsesivamente presencias no terrenas, tecleó en el campo de búsqueda revenge porn. Después de un carraspeo, Google arrojó a su cara “aproximadamente 643.000 resultados (0,58 segundos)”.
La entrada principal era yugotposted.com. Tropezando con su propios dedos, transmutados ya en tentáculos, aplastó la tecla intro. La pantalla pestañeó y le ofreció infinidad de imágenes de personas desnudas. Hombres y mujeres en posiciones lascivas. Videos caseros con deficiente calidad. Representaciones de prácticas sexuales extremadamente íntimas, que en su conjunto y por su vulgaridad carecían de interés excepto por un matiz. Eran imágenes robadas. Tenían como único propósito la venganza.
Las personas allí representadas eran inocentes. Sin vocación de mártires eran expuestas a la lapidación como se practica en las sociedades más retrógradas. Como santos eran crucificados, achicharrados y mutilados. La horda se apropiaba del derecho a arrancar su piel y a hundir en su carne saetas emponzoñadas ahogando así sus frustraciones colectivas. Mayoritariamente se trataba de mujeres. Aquí la paridad políticamente correcta brillaba por su ausencia. Los valores más rastreros y sexistas se revelaban y triunfaban ante el sentido común y tres mil años de civilización. La ética y la filosofía eran defenestradas y arrastradas por el fango.
Con el rostro desencajado reparó en el golpe maestro de semejante atrocidad. Al reo se le daba la posibilidad de redimir su condena a cambio de una suma de dinero. Con un cinismo desmedido, el pago se podía hacer efectivo a través de tarjeta de crédito o paypal. Semejante crueldad sólo es comparable a un secuestro, con el agravante que aquí es la propia víctima quien paga el rescate.
Repentinamente una sacudida recorrió su cuerpo como si se tratara de una convulsión epiléptica. Pensó que, a un click de distancia, el disco duro de su ordenador custodiaba numerosas grabaciones, fotos y películas. Donde ella escudada en su falsa intimidad actuaba con la procacidad de una prostituta.
La red le brindaba la oportunidad de resarcir su dolor. De bajar a las profundidades abisales del infierno humano y vengarse. Aplicar la ley del Talión. Suministrarle el principio jurídico de justicia retributiva, sin darle la oportunidad de ser juzgada. Sin posibilidad siquiera que un abogado o un sacerdote oyera su declaración de inocencia. Era su ocasión de arruinar la dignidad de ella para siempre. Arrojarla a la inmundicia sin ninguna aprensión ni remordimiento. Sentir como inmediata gratificación un consuelo ancestral, atávico, pre-humano. Como el que experimentaba un australopithecus en el instante de asestar el golpe certero y mortal que partía el cráneo de su adversario.
La oportunidad única y singular de volver a la barbarie de forma anónima y gratuita.
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