Te intriga que haya elegido volver a la oscuridad habiendo conocido la luz. Con esta rotunda frase recuerdo que comenzó mi primera entrevista como musicóloga un 15 de abril de 2030. Por eso estás aquí, ¿verdad? ¡Ven, vamos a la pérgola! Es mi lugar favorito y huele de maravillas. Además, el rugido del mar es una melodía que me acompaña desde siempre. ¿Lo oyes? No, yo no lo oía. Es más, sabía que la costa distaba poco más de un kilómetro del palacete porque me lo había pateado al dejarme tirada el coche. ¿Por qué está nerviosa, hija? Y lo estaba. Relájate que falta muy poco para llegar a la pérgola. ¿La hueles? De niña mi madre le fue poniendo nombre a los aromas que yo percibía. La pérgola está hecha de gardenias, lavandas y glicinias. Sin embargo, ante mí, comenzaba a dibujarse una delicada obra de mármol de carrara desde los escalones al techo, de donde colgaban las glicinias que Danuta conocía solo por su perfume. Aquí y allá rodeándola, se erguían las perfumadas gardenias jasminoides y frondosas matas de, no menos perfumadas, lavandas. La pérgola, con un distinguido piano de cola en medio, se ubicaba en un extremo del inmenso parque, casi a orillas del barranco que señalaba los lindes de la propiedad. Desde el palacete, para llegar a ella, habíamos discurrido por senderos que, serpenteando entre árboles y arbustos, Danuta, pequeña, frágil y ciega, había recorrido con paso tan seguro como cualquier persona vidente.
Danuta, posiblemente, había nacido hacía ochenta y cinco años atrás en la Polonia de la Segunda Guerra Mundial. El nombre, que pasaría a ser el suyo, bordado en el babero que llevaba hizo suponer su procedencia, aunque jamás estuvo del todo clara. Un superviviente español que, para entonces, formaba parte de un grupo de la resistencia francesa asentado al pie de los Pirineos la había encontrado envuelta en harapos escondida en una cueva en un pequeño barranco. Dejadas atrás las calamidades de la guerra que lo expulsara de España, había regresado a su amada Santander alrededor de 1980 con su esposa, dos hijos y su querida Danuta ya convertida en una gran concertista de piano.
¡Siéntate y escucha! En mi familia todas las mujeres han sabido tocar el piano. ¡Y yo no iba a ser menos! Pero lo que jamás imaginé fue que llegaría a ser concertista. Y mientras desgranaba su historia, yo no podía quitar mis ojos de sus manos de dedos largos, delgados, elegantes y ágiles capaces de generar una melodía aterciopelada que añadía magia a la escena. Los veía desplazarse de una tecla a otra con la misma seguridad con la que ella había recorrido el parque. Esta melodía pertenece a mi obra “Magnolia”. Así suenan a mi olfato su perfume y su textura. Es una obra que amo porque me significó volver a la luz.
A sus setenta y cinco años, convencida por sus dos hermanos, Danuta fue la primera persona en someterse al tratamiento experimental de trasplante de células madres en sus retinas devoradas, desde la cuna, por la retinosis pigmentaria. Y dado que, aparentemente, los centros cerebrales implicados en la visión se habían mantenido intactos, después de una larga vida inmersa en las sombras Danuta veía por primera vez. El éxito alcanzado había embriagado a más de un científico y no sin razón. No podía ser un objetivo menor devolverle a un ser, naturalmente vidente, aquel don que una insignificante mutación genética le arrebatara con total crueldad. Danuta fue un antes y un después para cientos de invidentes que, arrastrados por la euforia del triunfo, se ofrecían para nuevos ensayos con la única esperanza de ser los elegidos en quienes se obrara el milagro de alcanzar la luz. Pero nadie reparaba ni un segundo en el silencio de Danuta; en que, el antaño gesto amable y sereno de su rostro, había desaparecido para dar lugar a uno desasosegado y osco. Nadie había reparado en que Danuta ya no acariciaba su piano, más bien parecía descargar furia sobre él. Tampoco, nadie parecía advertir que su estilo luminoso y vital parecía descomponerse, permitiéndole el paso a otro tenebroso y denso como la peor de las oscuridades.
Tardaron demasiado en aceptar que yo no veía, pues hacerlo olía a fracaso. Les costó mucho entender que la luz a la que me habían expuesto me estaba precipitando a la oscuridad más cerrada. Y yo tardé dos largos años en entender que debía aprender a ver, que era imposible reconocer aquello que jamás había conocido. Que mi cabeza no sabía lo que era la distancia, las formas, el movimiento. Que mi vida había discurrido durante setenta y cinco años solo en el tiempo, jamás en el espacio. Confirmé que mi madre había tenido razón cuando le repetía a mi padre, una y otra vez, que yo no era ciega porque había aprendido a ver con el olfato, el oído y el tacto. Incluso mis sueños estaban repletos de sonidos, perfumes y texturas.
La desesperación de Danuta no trascendió a la prensa, como sí lo hizo el inicial éxito de la intervención. Como ella decía, “olía a fracaso”. Sin embargo todos aquellos que atizaron la aventura, desde sus hermanos hasta el grupo de investigadores, debieron rendirse ante la última prueba que confirmaba lo que se había venido observando en pacientes anteriores a los que se les había sometido a las antiguas prácticas de recuperación de la visión: hay capacidades innatas, pero las personas aprenden a ver, de igual forma que aprenden a hablar, y lo hacen en los primeros años de vida. Tras casi toda una vida ciega, el cerebro de Danuta había dejado que los centros relacionados con el olfato, el tacto y el oído desplazaran y ocupasen, casi en totalidad, los destinados a la visión. Sí, Danuta percibía algo con sus renovados ojos, pero no veía. Mal resultado para aquellos que creían haber alcanzado el estatus de dioses y habían pregonado que durante la primera mitad del siglo XXI el Ser Humano dominaría los secretos del cerebro. 2033, y sigue siendo el confín del conocimiento que más se nos resiste.
Quizás, alguien sometido a estos tratamientos haya alcanzado el bienestar con sus pequeños o grandes logros. Es posible que aprendiera a ver. No lo sé, pero yo no pude. Y nunca me interesó saber más sobre el tema. ¿Para qué me servía ver si, cuando quería arrancarle sonidos al piano, debía cerrar los ojos y dejar a mis oídos buscar cada nota? ¿De qué me servía ver si, para reconocer cada planta de este jardín, debía cerrar los ojos y aspirar su aroma? ¿De qué me servía la vista si, para ver el rostro de una persona, debía cerrar los ojos y recurrir a mis manos? ¿Para qué me servía ver si siempre terminaba cerrando los ojos para poder reconocer el mundo que me rodeaba?
A los tres años de su operación, Danuta decidió volver a las penumbras y jamás volvió a abrir los ojos. Incluso se la solía ver con unas gafas que se había hecho hacer especialmente para que le privara de cualquier posibilidad de luz. Y de aquellos años quedó su obra más inquietante, “La Oscuridad de la Luz”, título paradójico para una pieza que, ignorante de su truculento origen, se alzó como una de sus mejores creaciones. Lo lógico en la vida es que de todo estiércol se genere humus, respondía Danuta, cuando se le preguntaba por aquella obra.
Tuve oportunidad de entrevistarla dos veces más antes de su muerte, y de aquellos escuetos momentos compartidos me surgió la idea de que la Ciencia y sus avances tecnológicos no siempre nos elevan al paraíso. A veces, nos pueden precipitar al infierno.
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