Sin desprenderse siquiera del bolso que cuelga de su hombro, recorre la casa buscándolo. Todavía no se explica su descuido de esta mañana. Se ha sentido extraña sin él. Medio desnuda. Como cuando olvida los pendientes y el rostro que le devuelven los espejos, aunque es el suyo, se le antoja incompleto, como sin terminar. Lo descubre sobre la encimera de la cocina, atado a la corriente mediante un cable enrollado como el canutillo de un cuaderno escolar.
Se abalanza sobre él. Ahora que siente entre sus manos su presencia viva y palpitante, casi se alegra de su olvido. La reunión anual de presupuestos que les ha ocupado toda la tarde trastorna los nervios, de por sí alterados, de su jefe y no hubiera querido ser víctima de su mirada amenazadora provocada por el sonido a destiempo de un silbido o un timbre de aviso.
Con el abrigo puesto, se sienta en una banqueta de la cocina y comprueba la pantalla del teléfono móvil. Treinta mensajes. La mayoría de su grupo de taller de novela. Desliza por ellos con ligereza el índice de su mano derecha. Sólo pretende asegurarse de que nada relevante se haya contado durante sus horas de ausencia. Sobre todo nada relacionado con la desaparición de Mateo del grupo. Le sorprende la cantidad de emoticonos tristes y bañados con lágrimas que asaltan su visión, hasta que tres palabras fatídicas clavan su dedo al aparato y sus pupilas al mensaje demoledor.
Se conocieron el verano pasado en un curso intensivo de novela. Ocho aspirantes a escritor que encajaron enseguida. Edades parecidas, intereses similares y las mismas ganas de aprender y pasárselo bien. Al finalizar la semana, cenaron en un restaurante más barato del que la mayoría se podía permitir y crearon un grupo de WhatsApp para mantener el contacto. “Capítulo incompleto” lo llamaron.
No habían vuelto a verse.
Mateo era el más activo y ocurrente. Sí, ese es el adjetivo apropiado: ocurrente. Siempre alegre, proponía juegos que los demás seguían encantados, componiendo una ruleta de “y yo más” que se alimentaba y crecía con cada comentario. Un día envió la fotografía de una pila de libros. Diez o doce ejemplares con buena encuadernación, uno encima del otro, mostrando los títulos en sus lomos. La imagen ampliada permitía identificar “El idiota” de Dostoievski y “La madre” de Gorki. Supieron así que leía o pretendía leer a los rusos.
—Es un tsundoku —inició la conversación.
—¿Un qué?
—¿Una especie de comic manga?
—¿Una clase de sushi?
—¿Un nuevo pasatiempo japonés?
—Ja, ja, ja. Ignorantes. Defino tsundoku: Montón de libros que esperan a ser leídos.
—Venga retrataros. Enviad los vuestros —concluyó la charla.
Se retrataron. Uno a uno compartieron con el grupo las fotografías de sus torres de libros. Casi todas novelas de autores consagrados y títulos transformados en salmodias. Lecturas aconsejadas a aprendices de escritores que esperaban pacientes su turno para ser diseccionados.
El teléfono móvil no parece tan inofensivo ahora. El gatito que se ovilla y ronronea al contacto de sus yemas ansiosas o delicadas acaba de mostrar sus fauces infernales como si hubiera mutado en tigre asesino. Desgraciado aparato portador de malas noticias. Si fuera Miguel Strogoff podría usar el fuego para cegar sus ojos y paralizar su lengua, pero no es posible atacar a este mensajero sin alma. Sin párpados. Sin corazón.
Ella permanece quieta, sentada sobre el abrigo arrugado, incapaz de expresar su angustia con un emoticono o una frase sentida. ¿Cuántos caracteres se necesitan para manifestar dolor? Dolor real, aunque sea breve y se proyecte sobre una presencia que el tiempo transcurrido desde aquella cena haya transformado en holograma, en imagen virtual. Nunca pensó que su ausencia del grupo culminaría con aquellas tres palabras.
Enseguida le echaron en falta.
—¿Mateo? ¿Dónde estás Mateo?
—Mateo, manifiéstate
—MATEOOO ¿Estás de viaje?¿Te has mudado de país?
—¿De planeta?
—¿Estás en la selva sin conexión a Internet?
—Mateo contesta. Nos tienes preocupados.
No hubo respuesta. Alguien escribió que creía conocer a un amigo suyo, que trataría de informarse, de preguntar.
Recupera de la mesa el teléfono envenenado, el emisario maldito y escribe:
—Acabo de leerlo. Estoy fatal. ¿Cuándo fue?
—Hace un mes. Cuando dejó de escribir.
—¿Se sabe por qué?
—Al parecer estaba muy deprimido. Desde hacía meses apenas si se levantaba de la cama. No era la primera vez que lo intentaba.
—¿?¿?
Ella se levanta desconcertada. Con movimientos mecánicos se desprende del abrigo y arrastra los pies por el pasillo hasta alcanzar el cuarto de baño. Necesita agua fría para aliviar sus ojos ardientes, luz blanca que despeje su mente embotada, tan tirante como la piel que cubre un forúnculo infectado, llena de imágenes de Mateo sonriente, de Mateo feliz.
El sonido de un timbre corto la hace correr a la cocina. Es un mensaje en letras blancas sobre un rectángulo gris, casi negro. Un mensaje del administrador del grupo. Mateo ha salido, lee entre lágrimas.
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