Los vagabundos no viajan en avión

Los vagabundos no viajan en avión

Por fin lo había conseguido.

Para poder liberarse de los mil compromisos cotidianos y poder estar aquí y ahora tuvo que aplazar muchas reuniones, prolongar plazos de entrega, pedir muchas disculpas y unos cuantos favores. Cuando anunció su viaje y empezó a prepararlo tuvo que escuchar comentarios de todo tipo, que iban desde envidia hasta de recriminación por irresponsable. Seguramente estas minivacaciones le pasarían factura en su progresión profesional y le crearían una mala fama difícil de borrar. Pero su determinación era firme y siguió adelante.

A fin de cuentas, se justificaba, las vacaciones son algo común, todo el mundo las coge a lo largo del año. ¿Por qué no yo?, ¿simplemente porque las quiero tener con el móvil apagado?

Imitando a los antiguos viajeros, a quienes se exigía desconectar su móvil dentro del avión, se desconectó en la cola de embarque.

Su primera escapada de la red, apenas duró unos minutos. Cuando llegó su turno y una azafata le requirió que se acreditara, pasó unos sonrojantes momentos mientras se reconectaba y pasaba el control.

Una vez pasada la vergüenza de su primera infructuosa desconexión, volvió a repetir su osadía al tomar asiento. Muy pocas veces en su vida había estado offline, y siempre durante momentos cortísimos. Nunca una desconexión total y tan prolongada, toda una semana, como ahora pretendía. Ahora se había dado cuenta de que seguramente al llegar a destino, en el hotel, al pagar, y en mil sitios tendría que repetir mini reconexiones como la de ahora si quería hacer gestiones básicas.

Antes del viaje le había entrado la duda de si estaría infringiendo alguna ley y lo consultó con un abogado: formalmente todos tenemos el derecho a desconectarnos cuando queramos, pero esto choca con muchos de nuestros deberes. En la práctica muy pocas personas con responsabilidades pueden disfrutarlo: sólo los vagabundos parecían estar libres para vivir desconectados sin temer ninguna multa.

Al desconectarse se sintió muy raro. Todos hemos visto alguna que otra peli con trasfondo oriental en la que el maestro le dice al pupilo “vacíate para llenarte”. O hemos oído frases mundanas del tipo  “al cerrar una puerta siempre se abre otra”. Y así fue.

Desconectar fue como frenar en seco en un coche a toda velocidad. Un airbag invisible saltó y le proyectó atrás, al pasado

Igual que no se puede luchar contra la inercia sin recibir una sacudida, de igual manera su dislate de ir en dirección contraria al resto del mundo no pudo ejecutarse sin consecuencias. Fue como pasar de estar proyectado al futuro: planes, obligaciones, deudas, frustraciones… a proyectarse de súbito al pasado; como si hubiese cambiado la orientación magnética de la Tierra, como cambiar de sexo, como los baños de agua fría de los nórdicos al salir de la sauna.

Proyectado al pasado. Se reconoció de repente con la mayor parte de las generaciones de parientes homo que nunca habían podido comunicarse con otro compañero de especie a una distancia mayor de un grito o un silbido. La proyección no era sólo temporal. También estaba pasando en el mundo físico: su avión estaba volando a África, justamente donde nuestros antepasados habían abandonado la inocencia animal y la vida en pequeños grupos, y se habían empezado a hacer cada vez más retorcidos y a organizarse en redes sociales cada vez más complejas e interdependientes.

A cada respiración estaba cada vez más cerca de donde todo empezó. Mirando alrededor se sintió como un mono entre humanos, o un humano entre monos, aún no lo tenía claro. Un observador de hace una generación quizás no habría notado nada raro… salvo, quizás, el excesivo silencio. Una mirada más atenta habría delatado cómo las personas mayores movían sus dedos contra los muslos o cómo los más jóvenes movían sus manos en el aire cual hechicero lanzando un conjuro. Todos, casi sin excepción, con los ojos en blanco  , con la mirada perdida fuera de este mundo, más allá de las paredes del avión. Sólo unos pocos pasajeros hablaban con los compañeros de butaca.

Antes él era uno de ellos. Ahora estaría mirando a través de lentes de realidad aumentada e interactuando a través de guantes invisibles. Pero ya no. Ahora era un autoexiliado de ese mundo,  un superman con un collar de criptonita, despojado de todos sus poderes.

Al poco tiempo, pasada la novedad de vivir en esta nueva realidad, en la realidad, descubrió algo muy poco placentero: se aburría. No había adónde huir. Estaba atrapado en el aquí-y-ahora, y si no te gustaba… no había ningún botón para cambiar a otra cosa. Era una buena lección de humildad, pero jodía. Como cuando haces ejercicio físico después de una larga temporada de sedentarismo: el cuerpo te enviaba miles de señales nuevas mostrándote que estás vivos, que tienes músculos que desconocías… pero jode.

No había ninguna revista en papel o panfleto a los que recurrir. Se le ocurrió llamar a un auxiliar de vuelo para pedirle algo para leer o unos cascos para escuchar música… pero eso hubiera sido renunciar a su aislamiento, y no había estado desconectado ni unos minutos.

Suspiró hondo e intentó concentrarse en el presente, empezando por su propia respiración. Sacó una pequeña libreta de papel y un lápiz y fue anotando sus impresiones, a modo de autoblog de un sólo lector. Cuando volviera de sus vacaciones podría compartir sus experiencias, cual victorioso explorador de vuelta del desierto.

Anotó algunas de sus expectativas del viaje. Esperaba con especial ilusión los días de safari fotográfico y disfrutar de la contemplación de la fauna salvaje, ya fuera aquella poca que nunca se extinguió o de aquella mayoría recuperada poco tiempo atrás gracias al registro genético. Su decisión de vivir en el presente le había llevado incluso al extremismo de no traer cámara fotográfica, lo cual le acarrearía a la vuelta no pocos comentarios por tonto y egoísta. Más de uno lo llegaría a llamar de timador, que seguramente ni estuvo en África.

El pobre viajero no sabía dónde se metía. Sin saberlo, se había convertido en una especie de nuevo Segismundo, en una obra de teatro en la que todos menos él se habían quedado en la cueva y solo él había salido al mundo.

Cuando empezó a coger velocidad escritora en un arte, el caligráfico, totalmente desconocido para él hasta hace apenas unas semanas, buena parte de los pasajeros se levantaron de golpe y empezaron a gritar, darse abrazos, mirándose a los ojos y hablando entre ellos.

– ¿Qué demonios? – Exclamó para sí nuestro Segismundo – Me había olvidado del puto partido.

Y es que, cuando los miembros de un grupo ponen la atención en el mismo sitio, ya sea alrededor de una hoguera oyendo contar el mismo cuento repetido mil veces; ya sea mirando juntos la misma final deportiva, calcada a otras tantas anteriores; o ya sea oyendo las proclamas de un líder salvador, contando las mentiras de siempre;  la individualidad de cada uno parece entrar en suspenso y creen formar parte de algo que les trasciende, antes de volver a sus pequeñas realidades dispersas.

El desconectado pasajero se sintió fuera del grupo, como un apestado. Le hubiese gustado formar parte de aquello durante ese minuto de júbilo que pronto languideció, antes  que volviera a hacerse el silencio.

Un rato después de la anterior algarabía, llegó otro momento de movimiento general. De repente, la gente empezó a moverse en sus asientos y, en muchos casos, a hablar con el vecino de butaca. Acabó por enterarse de que habían avisado, a los habitantes del reino conectado, de que en diez minutos comenzaría la maniobra de aterrizaje. Ningún ingeniero había caído en la cuenta de que alguien podría viajar desconectado: al fin y al cabo, los vagabundos no viajan en avión.

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