La religión catódica es la única que nos puede salvar

La religión catódica es la única que nos puede salvar

Miguel Santolaya

30/03/2015

Lo descubrimos, como no podía ser de otra manera, por casualidad. Nuestra investigación trataba sobre algo mucho más prosaico: conseguir la pantalla plana más fina del mercado, la de menos consumo. Era una investigación exhaustiva, muy bien remunerada, en la que debíamos obtener resultados inmediatos, dedicando a ella incluso los fines de semana. A fin de cuentas, diez días de demora en el lanzamiento de un producto marcaban la diferencia entre el éxito y el fracaso. Desde hacía alrededor de un mes nos pasaba algo raro a los miembros del equipo: casi nunca teníamos hambre. Apenas comíamos, pero llegábamos a casa —sobre todo los días de mucho trabajo— con una sensación de pesadez extrema, como si nos hubiésemos dado un festín pantagruélico. Los menos deportistas, como yo, cogimos varios kilos en un abrir y cerrar de ojos. A los más jóvenes les costó un poco más, pero las caras se les iban redondeando, los vientres ya no eran tan planos, un tímido botón desabrochado asomaba de vez en cuando bajo el suéter. Andrés, el triatleta, sufrió varios ataques de ansiedad. Tenía una gran prueba en dos meses y, pese a que no paraba de entrenar y se alimentaba lo mínimo, había ganado peso. Cuando le dieron la baja médica y nos visitó, al cabo de dos semanas, empezamos a atar cabos.

De nuevo parecía aquel hombre enjuto al que casi habíamos olvidado. A la media hora de estar en el taller empezó a encontrarse mal. Joder, es como si estuviese comiendo sin parar; aquí pasa algo raro, aquí pasa algo muy raro. Y vaya si pasaba: sin saber cómo habíamos dado con la solución al problema mundial del hambre; habíamos inventado una televisión que, de alguna manera que no alcanzábamos a comprender, alimentaba.

Antes de que nos tomasen por locos hicimos la prueba: nos dividimos en dos grupos; unos seguimos con la investigación que llevábamos en marcha, el resto trabajaba en otra sala, lejos de aquellos televisores milagrosos. Los resultados fueron inmediatos: en las pausas para el almuerzo ellos eran los únicos que probaban bocado. Al cabo de una semana las evidencias físicas eran obvias. Tras varios experimentos concluimos que una hora de exposición equivalía, más o menos, a una comida normal. La verdad es que estábamos realmente confusos, y no era para menos: se trataba, posiblemente, del descubrimiento más importante del siglo, si no de la historia; la responsabilidad era máxima: ¿qué debíamos hacer? ¿Hablar con los jefes, ir a las autoridades? ¿Contactar directamente con la Cruz Roja o alguna organización del estilo? ¿Con la ONU? Decidimos no hablar del tema con nadie hasta debatirlo con calma, pero Vílches, el trepa, se nos adelantó. Habló con nuestro superior, quien se lo comentó a su superior, quien hizo una llamada a su jefe y así sucesivamente hasta que el asunto llegó a las más altas estancias de la empresa. A todos los implicados nos despidieron —Vilches incluido— de manera instantánea, con una suculenta indemnización y el recuerdo amenazante de la cláusula de confidencialidad que firmamos en su día. Tampoco nos habrían creido, supongo.

Bastante tiempo después recibí una llamada de Andrés. ¿Tienes la tele encendida? Pon las noticias. Ahí estaba, el presidente del gobierno abrazado al jefazo de nuestra antigua empresa, luciendo dientes, sacando pecho, contando su descubrimiento —nuestro descubrimiento— al mundo entero. Saldrían ya a la venta, a un precio excesivo. La patente quedaba registrada durante un año, siempre que no la vendieran antes; a partir de entonces, cualquier empresa que decidiese usar aquella tecnología para construir sus propios aparatos debería pagar un elevado canon a FoodTV, que era el hortera nuevo nombre horrible que le habían puesto a la compañía. A cambio se comprometían a proveer al gobierno de tantos televisores como hiciesen falta para colegios, hospitales, residencias y comedores públicos. Ya nadie volverá a pasar hambre en España, afirmaba ufano nuestro presidente, esta vez  junto —y no desde— a un televisor de plasma.

Como era de esperar, el plazo inicial de un año ni siquiera llegó a dos meses. Google compró la patente —y el derecho de cobro del canon— por una millonada insultante, las empresas tecnológicamente más punteras empezaron una carrera por ver quién sacaba al mercado el televisor más sano, más apetitoso. Los grandes supermercados se aliaron para conseguir, tras arduas negociaciones, tener la exclusiva de la venta en establecimiento de estos aparatos, alegando el bajón que habían sufrido en cuanto a productos de alimentación. El precio, como sucede siempre, fue bajando poco a poco hasta acomodarse en un umbral que casi todos podíamos asumir en ochenta cómodos plazos. Amazon lo vendía más barato, claro, pero había que pagar a tocateja, por lo que a muchos no nos compensaba.

Poco a poco fuimos descubriendo que cada programa sabía diferente. Las tertulias vespertinas dejaban regusto a comida rápida; los partidos de fútbol, a carne roja sangrante; las telenovelas no nos ponían de acuerdo, había quien decía que a merengue y a quienes nos sabía amargo. Todos compartíamos la afición por devorar telediarios, pues ofrecían una amalgama de sabores difícilmente igualable. Las productoras sacaban DVDs al mercado en los que indicaban a qué sabía la película. Pronto aparecieron cintas para celíacos, para vegetarianos, para recién nacidos o para alérgicos a la lactosa.

La población ha empezado a engordar de manera alarmante. Estamos demasiado acostumbrados a quedar para comer, para picar algo, y las televisiones todavía nos nos ofrecen una experiencia similar a compartir texturas y sabores alrededor de una mesa, a compartir una velada romántica con vino y velas. Los restaurantes, además, están sacando unas ofertas exquisitamente irrechazables. Tampoco podemos, por otra parte, dejar de ver nuestros programas favoritos. Los niños, abandonados durante horas delante de la caja tonta, padecen obesidad mórbida en un porcentaje elevadísimo. Mucha gente ha empezado a forzar el vómito después de ver la tele. Los hospitales están saturados entre lavados de estómago y enfermedades cardiovasculares. No paran de hacerse campañas por una televisión sana, incidiendo en que hay programas más perjudiciales que otros; pero los más beneficiosos son los que menos audiencia suelen tener: poco tiene que hacer un documental de animales contra, por ejemplo, la última bronca en Gran Hermano VIP, aunque antes de cada uno nos anuncien, por medio de un sistema de rombos, cuántas calorías tiene. Incluso a veces nos alertan con un mensaje: las autoridades sanitarias advierten de que este canal perjudica seriamente la salud. Por supuesto, siempre podemos volver a nuestra antigua televisión sin nutrientes, pero estos cacharros tienen algo adictivo que los hace irresistibles.

Últimamente el país anda algo revuelto. Han surgido asociaciones que denuncian el contenido que se emite en los centros públicos. No son televisiones al uso, dicen, sino pantallas con un contenido prefijado de antemano por el propio gobierno en los que la propaganda del partido y el adoctrinamiento campa a sus anchas. Se han convocado manifestaciones, huelgas de hambre, campañas de recogida de alimentos para evitar que los vagabundos sean amaestrados durante sus tres comidas diarias. Comerles la cabeza mientras llenan el buche no parece un trato justo. Se han creado colegios alternativos donde los niños pueden estudiar sin que el comedor, antes de la siesta, les diga lo que deben pensar. Algunos enfermos se han declarado objetores, o algo así, y exigen que se les sirva la comida a la antigua usanza.

Esta mañana, mientras desayunaba con las últimas noticias sobre la hambruna que asola al cuerno de África, me he planteado si no será hora de ir apagando la televisión.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus