El abrazo parecía no terminar nunca. Las lágrimas resbalaban por las mejillas e intercambiaban su sabor en cada boca. Pero al separarse, al mirarse a los ojos, tanto ellos como los que presenciábamos la escena, supimos que era la decisión correcta.

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Matilde había nacido en la ciudad más austral de la Patagonia Argentina, Ushuaia.

Desde pequeña, Marisa y Miguel, le hicieron saber que ante la imposibilidad de tener hijos, buscaron  la ayuda de la ciencia. Habían recurrido a la ovodonación y al banco de esperma y después de algunos intentos fallidos, Marisa había logrado ese embarazo tan deseado. El avance en temas de fertilidad está haciendo posible el sueño de muchas parejas que desean ser padres. Matilde fue para el matrimonio algo así como un milagro. La amaron desde el mismo momento en que se instaló en el vientre, y cuando llegó al mundo, aún más. Para la niña era como un cuento, donde una semilla donada por un ser caritativo había realizado el milagro de hacer padres a una pareja y de que ella estuviera en este mundo.

Creció en esos parajes con la libertad que otorgan las pequeñas ciudades, bajo la atenta mirada de sus padres. Decidió estudiar Derecho en Buenos Aires y sus progenitores, aun con la tristeza de tenerla lejos, le dieron como siempre esa libertad de elección y respetaron sus deseos.

En la gran ciudad pensó en aquellas personas que con su donación le permitían disfrutar de la vida, realizarse como persona, ser alguien. Entonces comenzó la búsqueda, infructuosa, en los centros especializados. En todos encontró la misma respuesta: “los donantes son anónimos”. “Solo en casos excepcionales, de enfermedades genéticas, se puede acceder a la información confidencial que es celosamente guardada”.

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Martín era hijo único de un matrimonio de terratenientes de la ciudad de Córdoba. Educado dentro de rígidos principios morales y religiosos, sus padres deseaban que se dedicara al sacerdocio, ya que su personalidad lo inclinaba a ser solidario y algo solitario, pero Martín ya había decidido lo que quería ser: abogado.

Córdoba es apodada La Docta, pues tiene una de las facultades de derecho más importantes y prestigiosas del país, pero Martín quería alejarse del estricto cuidado de sus padres y decidió estudiar en Buenos Aires.

El matrimonio Manzur se negó rotundamente, pero ante la obstinación de su hijo, cedió de mala gana, poniendo condiciones para dejarlo marchar, como una cuota que apenas le permitiría vivir y promedios de excelencia.

Nada de esto importaba a Martín, lo que deseaba era ser libre, no tener temor a llegar tarde, no tener que pedir permiso hasta para las más mínimas cosas, poder pensar en soledad, sin que nadie le preguntara ¿qué te pasa?

Y así partió de su Córdoba natal, con su equipaje lleno de sueños de libertad y también con la ilusión de ver y vivir en un mundo diferente, donde él tomara las decisiones.

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Una increíble multitud de jóvenes se agolpaban en las aulas de la Universidad esos primeros días de comienzos de otoño. A medida que los meses pasaban, todo se fue organizando, cada uno eligió las materias que quería cursar y el orden reinaba en las aulas.

Matilde y Martín coincidieron en algunas clases y entre ellos surgió de inmediato una química increíble. Comenzaron a estudiar juntos y a salir a disfrutar de los atractivos de la gran ciudad. Se sentían increíblemente bien, tenían afinidad y gustos similares, inclusive tenían un cierto parecido, el mismo color de ojos y un hoyuelo profundo en la mejilla, él en la derecha y ella en la izquierda.

Al finalizar el año lectivo debían separarse, ella viajaría al extremo sur y él al centro del país. Pero antes de la despedida, Martín, tomando un mechón de cabello de ella y haciendo un rizo, le pidió que fuera su novia. Quería sellar el compromiso antes de los meses de separación que tenían por delante.

Matilde quedó sorprendida, aunque en su interior hacía mucho que deseaba que él le hiciera esa proposición.

Pensó en gritar: ¡SÍ!, pero se detuvo. Antes necesitaba contarle su origen. Nada tenía de malo, pero sabía que él provenía de una familia de estrictos principios religiosos y no sabía cómo tomaría el hecho de que era producto de una ovodonación y además de un banco de esperma.

La estación de buses fue testigo de un beso apasionado, de una gran sonrisa y de la promesa de que pensaría la respuesta y se la daría al regresar el próximo año lectivo.

El verano los encontró enviándose cientos de mensajes, fotos y hasta videos. Ni un solo día pasaron sin estar en contacto. El corazón de Martín palpitaba confundido entre la idea de que su propuesta fuera o no aceptada. El de ella también latía apresurado, con el miedo a ser rechazada.

Nuevamente la estación fue testigo, esta vez del reencuentro. Besos, abrazos y mil sonrisas en los rostros de esos dos jóvenes enamorados.

—Antes de aceptar tu propuesta debo contarte mi historia— le dijo Matilde a su querido amigo, sentándose en el banco de la plaza, bajo un tibio sol de otoño.

—Nada de lo que digas me hará cambiar de opinión— te amo con todo mi corazón y nada ni nadie podrá interferir en mis sentimientos.

Matilde acarició ese rostro querido, donde el hoyuelo se dibujaba con su amplia sonrisa. Entonces, tomándolo de la mano le contó su historia y también sus intentos vanos de conocer a quienes le habían permitido la vida, no para quererlos como padre o madre sino para agradecerles esa solidaridad hacia los que no pueden ser padres.

Él quedó atónito, conocía poco y nada sobre la nueva tecnología de fertilidad. Quiso saber más, le interesaba y se sentía apasionado y sorprendido por esos avances que cambiaban el modo de vivir, que cambiaban a las familias, y hasta el modo de nacer.

La abrazó con todas sus fuerzas y mirándola a los ojos le dijo:

—Te quiero más que nunca, mi pequeño milagro de la ciencia.

Los años pasaron, Matilde y Martín, ya abogados, hacían planes de casamiento. Pero en él se había instalado la duda de su procedencia. Algunas miradas, algunos gestos y hasta silencios le habían quedado grabados cuando les contó a sus padres la historia de su novia.

Comenzó a investigar, a preguntar por qué era hijo único, varios interrogantes que pusieron a sus padres en una encrucijada, hasta que tuvieron que decirle la verdad: era producto de una donación de óvulos, como Matilde, pero el Sr. Manzur era su padre biológico.

 El tratamiento había sido realizado en Buenos Aires, en la misma clínica que lo hicieron los padres de Matilde, ya que es la que más experiencia tiene en estos casos.

Él también quiso saber sobre la donante que le permitió estar en esta vida y agradecerle ese acto de amor, pero recibió la misma respuesta que su novia: “los donantes son anónimos”.

Entonces surgió la duda, se clavó en ellos como una espina punzante. ¿Y si eran medio hermanos? ¿Qué seguridad podían tener de no ser hijos de la misma donante? Era algo que no podían asimilar, que no les permitiría vivir felices. Entonces, pese al amor que se tenían, decidieron separarse. Tal vez llegara el día en que pudieran acceder a los archivos y comprobar la verdad.

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