No sé cuánto tiempo llevo aquí: sentado en una silla que se queja por cargarme con sus patas gangrenadas, en un cuarto iluminado con una bolsa llena de luciérnagas muertas. Escasamente me muevo unos metros a mi cama: el ataúd donde descansan mis pocos sueños. Unos metros más allá está el baño que me une a la ciudad, a sus desechos, a través del retrete. Cuando la pantalla del computador se embriaga con la sangre de mi ausencia, y no puedo leer ninguna letra porque se vuelven sopa, recuerdo que debo comer algo, pues mi alma aún vive encerrada en mi cuerpo, que es como una lata de sardinas… que trago para olvidar mi carne.
De mis amigos y mi novia prefiero no hablar. Anoche soñé que el mundo era un gran cementerio: era de noche, hacía frio, y yo estaba casi desnudo. Corrí desesperado buscando algún semejante y me desperté cuando me di cuenta que el único muerto era yo.
Hace un año no salgo de mi casa sino exclusivamente a comprar comida enlatada en el supermercado de la esquina. Hace un año que no hago el amor, que no hablo con nadie. He decidido estar solo, se me ha borrado la sombra. Mis amigos son las palabras, y mi favorita silencio. No tengo miedo. En mis tejas de lata suena el agua jugando con un sapo que entra por la ventana. Un hermoso sapo que sabe mejor que yo del secreto de la lluvia.
Un hermoso sapo… un hermoso sapo que no sabe leer, ni escribir, porque ya es poema. Un hermoso sapo que no se preocupa por el nombre de dios, ni por las sombras atadas a la muerte… ni por enviar espermatozoides por correo electrónico.
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