«¡Sé un huevo ilustre!», fueron las últimas palabras que mi madre, una gallina ponedora con ínfulas de actriz, me dedicó horas antes de que la hicieran estofado.
Yo era un huevo recién nacido y huérfano, ese era mi currículum. No tuve tiempo de compadecerme, una mano me agarró por el culo y me subió a un camión. Viajé hasta la cocina de un prestigioso restaurante. Me pregunté si terminar allí como una delicatessen en nido de patata con trufa sería lo que mi madre llamaba ser un huevo ilustre.
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