Hija mía, cuando nazcas, cuando por fin la curiosidad de tus ojos estrangule el atrio izquierdo de mi corazón, volaremos juntas a Canadá. Tengo todo preparado, te he descrito nuestra ruta y leído aquella novela de Richard Ford, hasta hemos probado la tarta au sucre (¡cómo noté después tu hipo en mi barriga!). Nada puede salir mal, salvo que no le hallemos. Pero estará allí, con su sombrero de guardia montada y su acento québécoise. Dicen que en Montreal el invierno y el amor son infinitos.
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