I

Estábamos enojados, nadie

te conocía, te perseguimos, te sacamos

de la cárcel, por la prisa

de conocer tu suerte.

Grabamos todo, nuestro júbilo llameante,

los aplausos y los rostros

de curiosidad o indignación o furia,

para que no se olvidara

cómo se hace justicia,

para mostrar a otros rostros

el camino y el hartazgo.

Para callar tus súplicas

hicimos sonar las iglesias.

Cuando llegó el combustible, era una fiesta

la justicia y no escuchamos

una vieja voz que te explicaba,

un llanto solo.

Tu alma se perdió entre el humo y descansaron

nuestras almas inquietas y la plaza

se despejó tras el ritual.

El llanto solo se quedó y entonces

sentimos que nos habíamos equivocado

porque no puede llorarse a un delincuente

con un llanto tan puro.

Las noticias dispersaron el espanto

y nosotros nos perdimos

como ratas en ese otro incendio,

al saber que nos habíamos condenado,

eras solo un campesino,

y nosotros nos volvimos criminales,

y nosotros nos perdimos como ratas

para escapar del fuego que iniciamos,

la justicia.

Estábamos enojados, mil disculpas.


II

Al cabo ya nos vamos a morir.

No digas nada

de la incongruencia ajena o de la propia.

Calla

las desviaciones que todos practicamos.

Haz

lo más fácil y no pienses en tu hermano.

Al cabo ya nos vamos a morir.


III

Alguna vez vi un árbol. Era grande

como un poste de luz, era frondoso

como una esfera de cristal.

No tenía luces. Eran verdes sus hojas

y confusas sus ramas.

Era un juguete del viento, era aburrido.

Las aves discutían enrevesadas

hacia dónde emigrar, hacia qué cables,

y un viejo se encargaba de regarlo

en los largos meses de sequía.

Qué tedio. Daba sombra, qué chiste,

lo mismo que un techo, qué poco,

caminaban por su tronco las hormigas

como estudiantes en museo, qué gracia.

Lo talamos, era grande, costó un día,

como un poste de luz, era frondoso y

hoy es papel, o mejor, es la poesía

que te dice amor amor he visto un árbol

quiéreme, era grande, costó un día.


IV

Estas cosas pensaba ayer; qué milagro

la vida en mi país, estar vivo

habiendo tantas manos

deseosas de riqueza o de sangre,

tantas manos pidiendo en tantos sitios,

en tantos tonos y cuerpos.

Qué milagro la vida si ya casi

nuestro cuerpo no es cuerpo es

mercancía y nuestras mentes tomadas

nomás piensan pensamientos de otros.

Qué locura, la noche, se me mezclan,

me agitan la corrupción y los traseros,

el chiste fácil y los discursos que anuncian

el futuro que se nos viene a casi todos,

se me mezclan

los productos y los nombres

y los hombres y mujeres que son presos

de su piel y su belleza esclavizante.

Mas, si lo vemos, es que estamos

vivos todavía. Qué milagro

la vida en mi país y

qué suerte estar vivo.

¿Para qué?


V

Ya te voy a querer, es que me muero

de ser hombre y no más. De pensar

que soy hermano del mendigo y del rico,

del mesero y el dueño del negocio,

de la señora que, derramada en la banqueta,

juega a vender bolsitas de nopales

y del político que juega a servir.

Eso me quita las ganas de coger y, casi,

de sonreír y ver películas francesas

en un cuarto con clima, lejos

de las balas y los gritos,

como escondido en tus brazos,

como jugando a no pensar,

como jugando a ser parte de un mundo

donde sonámbulos con anteojeras

trotan hacia la muerte después de crecer

y reproducirse y trabajar y trabajar

para los jefes sin cara. No sabes

lo que cuesta reír después de ver

a un niño descalzo en el trabajo del papá.

No sabes.

Pero ya voy a querer

como tú quieres.


VI

Somos los perdedores, los conquistados,

los que no saben ganar, los que evitan

la victoria estruendosa por temor

de no saber volver al triunfo.

Somos los corruptos conformes

con las malditas ventajas de la trampa

que aprendemos desde los curules hasta las banquetas

en que compartimos y crecemos las desgracias.

Los que callamos porque sabemos callar

con el silencio del maíz y del cobre

y saludamos al vecino que ayer

iba desnudo por la calle y hoy

viste un audi y un arma y pensamos

a ver cuándo demonios nos toca

la gloria o la muerte, siquiera.

Primero dios.


VII

Íbamos a tener gatos y perros callejeros,

una casa grande con cuentas grandes

que pagaríamos con cierto número de líneas

en revistas y periódicos. Íbamos a escribir

y a leer, íbamos a poner una barrera de palabras

y silencios entre nosotros y el mundo. ¿Qué era el mundo,

entonces? Un juguete que se disputaban dos imperios

y unas cuántas empresas traficantes

de almas que nos mataban de entretenimiento

y nos decían qué pensar y qué desear y,

sobre todo, qué comprar para ser felices.

Porque se viene al mundo a ser feliz

y a divertirse, ellos le daban al mundo

azúcar y programas de comedia y de acción y de concursos

o noticias fabricadas para intelectuales perezosos

donde nos decían que no todo andaba bien,

pero iba a andar, si votábamos por derechos o por zurdos,

que luego resultaban ambidiestros para la opresión,

la culpa y la mentira.

Nosotros nos moríamos de la risa porque

no se viene al mundo a ser feliz como ellos

dicen. La felicidad es otra cosa. A veces

estaba cerca de nosotros después

de lavar los platos, al despertar, al volver a casa;

cuando cada uno se refugiaba en su silencio

y no había reproches por el desamparo

de sabernos solos con nuestros demonios,

aunque estuviéramos ahí nomás

en el otro cuarto, con el silencio a todo volumen

detrás de la música de siempre.

Estarían los perros y los gatos, la casa grande,

los demonios y los libros.

Qué le hacemos.

Nomás quedaron el silencio

y el mundo que no supimos ignorar.


VIII

Cristo regresó y era un dios manco

y cojo. Los romanos lo arruinaron,

le tomaron el cielo y le clavaron

la tortura y la cruz. Por eso esta venida

no es triunfal. Es un exilio. Viejo

y enfermo regresó, como un dictador de cuarta.

Tenía seis querubines de andadera

y un ángel de su escolta.

Los periodistas no tardaron en rodearlo

y en cuestionar tanta maldad, tanta miseria.

Le tiraron unos nombres: Torquemada,

Auschwitz, Hiroshima y otras muchas

ciudades capitales.

El viejo Cristo comenzó a aplaudir

y a silbar una canción de cuna.

Tenía sed, se notaba en los labios

resecos, en los ojos hundidos, en la lengua

hinchada. Le acercaron una palangana.

Él quiso lavarse el rostro, pero el agua,

se le escurría por los boquetes

de las manos temblorosas.

Nadie sabía si reír o llorar. Era llorar,

nomás. Con ese hombre envejecía la esperanza,

quedaban inútiles los ruegos, el mundo,

y tanta iglesia.

Por suerte unos espías del Vaticano

se hicieron con su cuerpo —él aplaudía;

y silbaba— lo habrán quemado

en sus hornos benditos y secretos

para salvarnos de la histeria.

No se habló nada en los periódicos y

los testigos comenzaron a morir

uno tras otro en circunstancias sospechosas,

o sea que los mandaron a callar.

Y yo me voy callando sin ayuda.


IX

El viento mece a la hoja como nos mece

la vida con sus cosas

antes de entrar en tierra.

¿Notaste que nacimos muertos?

¿qué es la hoja, qué somos

nosotros, qué es la vida?

Angustia de pensar. Hay que angustiarse

para poder reaccionar y

que la angustia avive el pensamiento

y que el que viva mejor no sea

el que tenga más contactos si no el que piense más

y haga que esto cambie. Esto es el mundo

que no estaba en la imagen inicial

porque podía moldearse a nuestro antojo

y lo dejamos así.


X

Qué bueno que se va al carajo todo,

pienso algunas veces cada día,

cuando me cierra el paso un coche

que en el vidrio trasero presume

que Cristo vive y me ama,

qué hamburguesas come o a qué equipo sigue,

cuando no alcanzo a llegar

a la estación de gas que roba menos,

cuando otro edificio inteligente me tapa la vista

del cerro que se ve si no hay esmog,

y la gente cambia de acera por no saludar.

Qué bueno que nos vamos al demonio,

pienso al leer la sección de nota roja.

Pero hay niños, pienso después,

y alguien tiene que cuidarlos de nosotros.

Alguien tiene que decirles

que este mundo desmoronado es modelable

y puede ser como ellos quieran

alguien tiene que enseñarlos

a querer algo mejor.

Una amable maestra jardinera

que sepa decir bien los cuentos de hadas.


XI

Poemas atrás perdí a la novia

y entonces debo ver pornografía

para sacarme la presión del cuerpo

pues no acostumbro a reprimir el animal

que soy.

Desatenderlo es animar a una sombra,

que juega con mis sentidos y me hace ver

apetecibles hasta formas que no distingo

cuando salgo a caminar por esa urgencia de la carne,

formas que se resuelven maceteros,

tachos de basura, hombres respetables,

mujeres mayores y bancas deshechas.

Escojo la piel del día y va todo bien,

hasta que pienso qué dirá cuando no coge,

cuáles serán sus gustos, sus histerias,

¿será hogareña? ¿irá a misa? ¿sabrá reír?

¿Le gustaría si nos topáramos en la calle?

Si me viera flirteando con un poste de luz

¿sabrá reír? ¿le gustaría?

Y, entonces, se me baja y casi siempre

termino jugando una partida de ajedrez.


XII

Ahí donde existan el mal y el petróleo

estaremos nosotros para erradicarlos.

Queremos el monopolio de la oscuridad,

por si se ofrece.

A cambio les daremos

refrescos, hamburguesas y conciertos,

tratados comerciales en su nuevo idioma,

acaso un premio nobel y la opción de vivir.

Mas no es seguro.

Estoy parafraseando un manifiesto

en que prometen abatir la violencia

de grupos que ellos mismos financiaron,

mecenas de lo avieso.

Mi abuelo también solía, cuando no tenía que hacer

si no esperar la muerte,

desarmar objetos y volverlos a armar,

y pronto llenó el patio de tiliches inútiles.

Pero acá los objetos son países, son

hombres, mujeres y niños

no más culpables que cualquiera de nosotros.

En sus películas de superhombres

nos salvan de la amenaza extraterrestre

y no se alcanza a ver quién demonios

nos protege de ellos.

Patrocinadores de la vanguardia,

¿por qué no se ocupan de lo suyo?

¿por qué no se ocupan de sus males?

¿por qué no juzgan por crímenes de guerra

a sus dioses de la guerra?

Caricaturas de hombres que libran la culpa

diciendo, Solo apreté un botón,

y la bomba deshizo lo demás,

y lo demás eran tiliches y los tiliches eran

hombres, mujeres y niños.

Por suerte vivo en un país neutral,

que se entregó en forma pacífica hace mucho,

con tal de que nos dejaran matarnos solos.

Un país con fosas llenas de tiliches

rotos. Un país entilichado desde siempre.

Y los tiliches son hombres, mujeres y niños

parecidos a los que se fueron a la escuela,

al trabajo, a la fiestita y se quedaron ai,

en nuestras sombras.


XIII

Me cansé de las palabras y memorias

del horror. Es todo, me despido

con vergüenza y con miedo

de haber dicho demasiado o

demasiado poco.

Con vergüenza y con miedo

de estar vivo y ser yo.

Con vergüenza del miedo

por el hijo que no tendré;

por tu hijo. Porque esto no era

la patria que me vendieron los maestros

y los libros de historia.

No es la patria que los lunes

me sacaba una sonrisa en el patio de la escuela

con un himno que no entendía

y que ahora entiendo y no escucho,

ya cansado del acero y la violencia.

No sé si estoy diciendo demasiado,

o demasiado poco,

de la vergüenza y del miedo que me da

ser un soldado por decreto divino

de una tierra que a diario

se riega con sangre,

la tierra en que vivimos

a pesar del pesar.

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