Catálogo de opiniones impopulares

Catálogo de opiniones impopulares

Imagen de portada: La opinión impopular © Francisco del Moral Manzanares

Bienvenido, septiembre

En estos tiempos duros

en que el telediario va por libre

(habla de independencias,

del sepulcro del dictador impío

y su posible exhumación,

de tormentas de otoño,

del total decreciente de turistas),

en estos tiempos -digo-

es tan normal sentirse abandonado

que me encuentro tan solo como siempre.

A veces me arrepiento de llevar lotería,

dejándome engañar por la esperanza

de que el dinero lo comprara todo

y no puedo evitar

volver a cometer la tontería.

Así una y otra vez

me coloco en la cola

de la administración.

Durante esa semana hasta el sorteo

consigo sonreír mientras camino

por la calle con naturalidad.

No es sonrisa forzada -lo prometo-

porque voy instalado

en la eventualidad de haber vencido

a la suerte doméstica del pobre:

la de tener que madrugar

cuando llegan los lunes.

Bienvenido, septiembre.

Sírvete lo que quieras

y siéntete

como en tu propia casa.


El verano te engaña

No es verdad que me gusten los veranos.

Son mejor que el invierno, eso es posible,

pero al final te acaban saturando

como todas las otras estaciones.

El otoño deprime con sus sombras,

el invierno aletarga las pasiones,

en primavera llegan las alergias

y el verano te engaña como siempre.

Da igual que hayas vivido cien veranos,

el truco es siempre el mismo.

Te hace quitarte pronto la camisa

y ponerte los pantalones cortos

para mostrar la piel que nunca enseñas

sino en las cenas íntimas,

con esas confesiones de los postres.

Luego te sube la temperatura

y te aumenta la sed

secando la saliva de tu boca:

Te encuentras con rincones de tu cuerpo

que sueles esconder

y te empuja a beber

cualquier brebaje frío para encontrar la calma.

Ese borde del vaso o la botella

que sacia tu apetito

tiene mucho de labio como el tuyo,

y en esa maniobra de despiste

gana el verano todos sus adeptos.

En realidad,

solo es sudor y noches sin sosiego,

tardes de fuego en que pudrirse en casa.

Respirar se convierte en imposible

y dormir solo, el máximo deseo.


Tampoco el sexo vale

Tampoco el sexo vale

para hacerte feliz -lo he comprobado-.

No es más que ese picor

que te roba la calma en cualquier sitio

a costa de tu casa,

de todo el patrimonio de tus libros,

de tu amigo más fiel y tu familia,

y te obliga a escapar rápidamente

en cualquier dirección que no conoces.

Después de una carrera escurridiza

y una explosión que arrasa desde dentro

te deja sin aliento y sin sentido,

inerme en el desierto

que han formado tus huesos y tus músculos

tras el último incendio provocado.

No soy ningún pirómano -lo admito-.

Prefiero el verde manto de los bosques

y apoyo la moderna ecología.


Nunca se aprende nada

Si repaso la historia de mis versos,

si me pongo a mirar atrás y leo,

compruebo tristemente

que nunca he superado las barreras

que el tiempo impone.

Que los temas son todos recurrentes

como batallas crónicas del alma

o guerras de cien años

cuyos bravos ejércitos resisten.

Repito, por ejemplo,

«Hoy he estado mirando el calendario

donde voy apuntando los fracasos»

y recuerdo enseguida

los últimos eventos de mis días

que aún calientes rezuman

ese hálito templado que humedece.

O repaso leyendo

«Como en la noria llegan las alturas

llegan las ganas de querer ser otro

regularmente, cada cierto tiempo»

y me parece haberlo escrito ahora

con la angustia asomada a la ventana

desde fuera, mirándome de cerca

como nube invisible y carroñera.

O cuando me recito

«Me ha dejado de algún modo tan triste

esa conversación inesperada

que apenas si comprendo el mecanismo

de las satisfacciones y las penas«,

revivo el sentimiento de derrota

que -por pudor- oculto

hasta a los pliegues de mi piel más íntima,

y finjo conocerme en el espejo.

No hay progresión en todo lo que escribo

a no ser que se pueda andar en círculos.


La droga beneficia

Si hubiera una sustancia que ayudara

a pagar las facturas sin dinero

a fin de mes,

a pecar sin problemas de conciencia,

a perdonar las faltas de los otros,

las traiciones más hondas de los amigos íntimos,

a trabajar jornadas infinitas

con la alegría de estar de vacaciones,

a olvidar los defectos de los hijos

y amar los de los padres,

a recordar las fechas importantes

sin apuntarlas en la agenda

y a creer en los dioses de la infancia

cuando ya se han cumplido los cuarenta,

por muy ilegal que fuera

habría que conseguirla

e incluso convencer a las autoridades

de que te la vendieran sin receta.


Cerveza

La cerveza es amarga como la vida misma,

tal vez por eso nunca me ha gustado.

Y tampoco comprendo, por mucho que me esfuerzo

las pasiones mundanas que desata,

la dependencia férrea

de personas de todas las edades.

Yo tiendo a camuflarla, si alguna vez la bebo,

con algo que la endulce, como a la vida misma.

La mezclo con limón azucarado

o con otro refresco parecido.

La cuestión es que nada me recuerde

ese sabor que nunca he soportado.

Encuentro incomprensible

por qué después de todas las cruzadas,

de todas las fatigas cotidianas,

de constatar las dichas imposibles

y admitir los fracasos insalvables,

todos se agolpan en los bares siempre

para beberse litros de amargura.


La familia no sirve para nada

Tras los primeros años de la infancia

la familia no sirve para nada.

Una vez que conoces las palabras,

puedes andar a gatas por la calle

y aprendes a dormir en cualquier sitio,

es mejor que se emprenda la escapada

antes de que sea tarde.

Te librarás así de los problemas

que atrasan el progreso de los hombres.

Y serás libre hasta el final

sin personas mayores que te lastren,

sin niños que te impidan

progresar cuanto quieras

en el trabajo de tus sueños,

sin reuniones tediosas que fastidien

todas las vacaciones de tu vida,

sin relaciones tensas con tus padres

por no seguir la senda que prefieren,

ni competencia absurda

con todos tus hermanos

por merecer la herencia de los viejos

abuelos desahuciados.

Si haces lo que te digo,

al final de tus días, probablemente,

nadie estará esperando, al lado de tu cama

que te impida morir como tú quieras

y convierta tu muerte en una fiesta.


Estudiar es inútil

Dadas las circunstancias laborales

y vista la calaña del gobierno

y la de los adláteres

que rodean el poder,

no hay otra perspectiva plausible

que vivir sometido.

Que estar constantemente defendiéndote

de las continuas agresiones

que llegan desde arriba

e ir perdiendo la lista de derechos

de los que alardeaban nuestros padres.

Si eres de los que tiene la costumbre

de pensar entre horas

y saltarte la dieta

de lo que dicen por televisión,

sentirás sin remedio la impotencia

de comulgar con ruedas de molino.

La culpa es solo tuya.

Vale que te mandaran a la escuela

sin tu consentimiento

cuando apenas te alzabas de la silla.

Vale que no tuvieras más remedio

que aprender a leer

porque te lo enseñaron como un juego

y no fuiste consciente

de la traición. Pero continuaste

por ti mismo, apenas superada

la edad de educación obligatoria.

Y seguiste el rebaño a la universidad,

y pagaste las tasas como todos

-cantidades enormes de dinero

por adquirir la impráctica costumbre

de aprender a pensar

y escuchar entre líneas-.

Si te hubieras quedado en tu casita,

si fueras un completo analfabeto

y nunca

te hubieras iniciado en la literatura,

estarías plenamente convencido

de la bondad innata de los hombres,

de la buena intención de los gobiernos,

y dormirías tranquilo por las noches.


Medidas contra el suicidio

Al final del verano -como siempre-

empiezan los anuncios de fascículos

y las más variadas colecciones

que se pueden comprar en los quioscos.

Llegan de nuevo puntuales

los mejores propósitos

para el curso que empieza con septiembre,

ese hermano menor del mes de enero,

con el que lucha por llegar

a la meta de planes fracasados.


Como la gran manada de mortales

(aquellos que comienzan a hacer cálculos

tratando de pagar los libros del colegio,

la cifra demencial de la tarjeta

que llegará a la vuelta de la esquina

después de un mes de agosto irresponsable,

y la letra fatal de la hipoteca,

de esa fatalidad de las tragedias griegas)…

Igual que todos ellos, el Gobierno

hace sus cuentas sin contar con nadie

para tratar de ahorrar donde más pueda,

ingresar lo imposible

y ganar votos en las elecciones.


Según los noticiarios de la tarde,

un plan estrella de este mediodía

era luchar contra el suicidio

de los más variados ciudadanos,

cuyas muertes suponen en un año

cifras más altas en las estadísticas

que el de los que fallecen en una carretera

o el de mujeres muertas por machistas

que habían querido amarlas

tal vez -eso decían al menos-,

y otros tantos decesos luctuosos.


Ante la enorme cantidad,

Sanidad ha implantado unas medidas

copiando a otros países del entorno

para atajar la sórdida cuestión:

publicidad en medios de transporte

con mensajes de apoyo

a todos los suicidas potenciales,

números de teléfono especiales

atendidos por grupos de psicólogos

y programas de alerta

en escuelas y centros de salud.

Es probable que todo así funcione

y se pueda evitar alguna muerte

de quien encuentre poca alternativa

a la infelicidad más cotidiana,

pero pecando mucho y pretencioso

me voy a permitir la sugerencia

de otras medidas de mayor alcance.


¿Qué tal subir los sueldos, por ejemplo,

permitir la normal supervivencia

de todo el que trabaja cinco días

a la semana treinta y cinco horas?

Que pague el alquiler corrientemente

y le sobre para esos tantos lujos

que siempre han atraído a los humanos:

salir de vez en cuando a tomar algo,

mantener a la prole con decencia

sin equilibrios vanos,

hacer algún regalo en Navidades

y estudiar lo que quiera sin difíciles

estrecheces de tiempo o de bolsillo.


Y, asimismo, en las mínimas pensiones

que sufren al cumplir sesenta y cinco

la gran parte de los trabajadores,

garantizar niveles de esperanza

para algo más

que la alimentación imprescindible,

y evitar obligarlos

a contar las monedas de la hucha

para cuadrar entradas y salidas.

Que disfruten los días de la semana

sin ocuparse siempre de los nietos,

ni sean raptados por sus descendientes

para hacer que compartan sus ingresos.


Y a la mitad más uno de los pobres

o, mejor dicho, a todas las mujeres,

qué tal considerar por su talento,

sus esfuerzos y méritos, y nunca

por la pronunciación de sus escotes,

ni por la percusión de sus tacones.

Y a los menores proteger con leyes

que los salven de traumas evitables,

pues trepan por los huecos de la sangre

y florecen después de algunos años

en forma de profundas frustraciones.

E invertir en la escuela gratuita.

Y derrotar al paro persistente,

y curar el riñón de los enfermos

sin que dejen el otro como prenda.

Y no expulsar a nadie de su casa

por dejarla vacía eternamente,

sumada al patrimonio de los bancos.


No soy tan inconsciente ni idealista,

sé que nadie leerá estas sugerencias

y, si alguien las leyera,

pensaría de inmediato que soy un demagogo,

un loco incorregible.

Y pasará la página enseguida.

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