El palacio del Sueño
Hay una cueva en un profundo retiro, monte hueco, morada secreta del Sueño vago… Ovidio, Metamorfosis, XI 592-3
Umbrales encharcados de negrura
que en jirones de tul vela los ojos
de todo el que se allegue.
Arroyos callados que ni al murmullo
más silencioso osaran
abrazan el palacio.
Huecos salones donde el sol no entrare,
muy hondo, en el país de los cimerios
los Óniros habitan…
El lamento de Alcíone
Silbaron en sus sienes de mañana
el ábrego y el bóreas feroces;
encaramada al filo de la roca,
la ropa desgarrada en la tormenta,
Alcíone dibuja su desvelo
y quiere ver en medio de su llanto
si aquel cadáver que la arena muerde
en un manto de espumas es su esposo.
“¿Así, querido Ceix, a mí retornas?”
murmura, y busca en la mejilla inerte
aroma a vida y a latir y a sangre.
Pero la sal se lo ha llevado todo;
algas velan sus ojos, labios fríos
fueron ya puerta abierta para el alma
hace tiempo, y los besos de la esposa,
sus lágrimas, cabellos arrancados,
hasta su amor de tempestad henchido
se escapan en las garras de las aves.
Nana de la fiebre
Duerme, dragoncillo, duerme,
cierra los ojos velados
de fiebre.
Duerme, duerme, que no escape
del volcán que son tus labios
el hálito de tu sueño,
no desates un tornado
de fuego.
Duerme, mi espejismo, duerme,
guarda el calor que aletarga
tu frente.
Tras la noche
¿Qué habrá detrás de la noche
cuando los dientes del aire
van mordiéndote los dedos
de las manos? ¿Y qué habrá
detrás de la noche cuando
los reptiles hablan, brotan
las primeras gotas grises
de un rocío que envenena?
¿Qué habrá después? ¿Hemos visto
las manos azafranadas
de alguna diosa o los huesos
que van cerrando los ojos
vacíos de los que mueren
al fondo de las mareas?
Un lobo a la puerta
La noche entera fuimos
perdiéndonos a ciegas
-jazmines secos en el aire,
murieron hace tiempo las antorchas-.
Vino después el lobo,
se instaló en nuestra casa.
La arañó por cien noches
el lobo viejo.
En silencio pedía
hallar el paso franco,
lastimero, infrasónico
aullaba al viento en la noche perpetua.
Tú, hipnótico, marchabas
cegado entre jirones,
brumas de sueño, sordo
y enmudecido.
Una astilla bien hundida en la piel del alma.
Aullaba el lobo terco.
Manos sucias manchaban
su belleza maldita.
Al despertar, el lobo dormitaba
rebujado en sus ritos,
en la luz amarilla
redonda de la luna.
Cundió el silencio.
Ya nada lo rompía.
Comprendí que hace siglos que estábamos muertos.
No arañé más la puerta
y aullé de pena.
Ella en el espejo
A
veces
no más de dos
o tres por día
me sorprende un estado
semejante al sueño galopante
y aun en plena vigilia
determinan sus iris dibujarse
en la densidad del cuarto
fría
y escalar la superficie
fría
del espejo
y mostrarme al otro lado del mercurio
un estrecho zarandeo contenido
las ganas de volver
a comerse desde dentro mis entrañas
para empapar mis huesos
de su propio llanto.
Ay, su llanto,
mi llanto,
ay.
Pero esto
no es que me pase siempre
sólo
a veces.
El jarrón
Garabatos de plomo
perenne escrito
en el mármol antiguo de milenios.
Nada como las aguas
del mar Egeo
para hacer polvo del recuerdo agudo
que pincha como el escollo
más afilado.
Buscabas la respuesta del Oráculo
mirándote en sus ojos,
aunque sabías
que de aquella visita sólo trizas,
pedazos de ti mismo
ibas a hallar.
La porcelana del umbral susurra,
vibra como raíles
de un tren ficticio.
Los raíles del metro inexistente
perforaron tu espalda.
Mordiscos de serpientes
en los tobillos.
Y era mentira –bien lo supe entonces-:
el dolor no es la clave
con que discierna el sueño
de la entelequia.
No puede ser casual
Te añoro algunas noches (sólo algunas);
en las de marzo pica la nostalgia.
Oigo tu risa imparable, el aroma
furtivo en el pasillo,
lo oigo correteando por la casa
y huyendo como un eco
de tabaco distante.
El calor amarillo de tus manos
en el mito y el logos de mi frente
como después de un trance regresivo;
los labios que besaron
otros labios que ardían en lo oscuro
rompiendo como lunas
verticales el cielo.
Demasiado te añoro
y demasiadas veces.
Te echo en falta y me duermo y me despierto;
luego me agujerea
a golpes de periódico la prosa,
el vacío del gintonic en el vaso,
desde un rincón postrero del cerebro.
Tras la noche II (cartón piedra)
Un amanecer quisimos
a empujar el horizonte
con todo el brío
de nuestros brazos.
Nunca caía: su luz rosada
era segura. Era cierta.
Fuimos eternos
tras esa noche
que nos hizo emborracharnos
de albas y aromas. Los otros
sólo reían
de nuestra hazaña
–pequeños cíclopes ebrios-
frustrada, porque quisimos
tumbar la aurora,
aunque era firme
su luz falsa. No caía.
Pero después de esa noche
ya no somos infinitos.
El mundo es de cartón piedra.
¿Qué habrá detrás
de aquella noche?
Un soplo leve, una nada,
máscaras huecas.
Nana del horizonte (tulipanes)
¿Y si no vuelve, Ariadna?
Pero, ¿y si vuelve? Despierta.
La nana del horizonte
te durmió sobre la arena.
La tela del horizonte
ondea negra,
pero ya nunca
se acerca.
La tarde se ha vuelto roja
y en tu vientre las abejas
van tejiéndote un sudario
y una colmena.
Un tulipán amarillo
muy hondo arraiga.
Que arraigue y crezca
al alba.
Y tú,
echa raíces.
El sueño de Hécuba
Mecida al calor rojo de la tarde
Hécuba duerme su sueño de espuma.
Plumas leves los dedos que reposan
en la redonda gravidez madura.
En medio de lo oscuro de los párpados
emanan de su vientre lunas blancas
que flotan ominosas por la arena
y rompen luego a hablar con voz humana.
“La destrucción vas a alumbrar, la sangre,
inundación de tu Ilïón aciaga”.
Y el fuego se abre paso por su carne
en un parto que abrasa más que alumbra;
sus muslos son un templo que se inflama
y hay una antorcha durmiendo en la cuna.
…donde viven los Óniros
No va a cantar el gallo ni la lengua
humana a profanar
la siesta sacra.
Brotan adormideras y el Olvido
riega con sus meandros las paredes
del cuarto en que dormitan
los seres que han cruzado al otro mundo
cogidos en las redes
de araña de los sueños.
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